Hace unos años, cuando sucedió el terremoto de Haití, me pidieron que escribiera de mi experiencia en Puerto Príncipe, a donde fui a reportear la catástrofe. Cada vez que trataba de escribir sobre el desastre dudaba: simplemente no daba con palabras ni con un tono que lograran traducir el horror y el espanto presenciado. Ante la tragedia de la discoteca Jet Set, me ha pasado algo similar. Aunque este 8 de abril del 2025 no estuve reporteando, ni estuve involucrado como parte del equipo de rescate, ni como nada… Apenas fui uno de los espectadores pasivos de esta tragedia. Al igual que otros millones que se enteraron de lo sucedido por las redes sociales o por la televisión, no tuve más remedio que quedarme de brazos cruzados mientras el horror y la muerte sucedían.
A eso de la una de la mañana del martes 8 de abril, el techo de la discoteca Jet Set se desplomó y aplastó a gran parte de los concurrentes. En el momento en que escribo esto, las autoridades han revelado que el saldo de víctimas es de 225 muertos y 189 heridos. Tal como se puede leer en su página web, la discoteca Jet Set era una institución de la música tropical que acababa de celebrar sus 50 años de existencia. Sin embargo, en esos 50 años la discoteca no estuvo siempre en el local que colapsó. Anteriormente ahí estaba el cine Portal, que proyectó películas durante gran parte de los ochenta. Solía frecuentarlo con mis amigos y mis padres, y pertenecía a una oferta cinematográfica que ofrecían en la zona oeste de Santo Domingo que conocemos como Los Kilómetros. A la altura del Nueve y Medio teníamos el cine Caribe, y más allá del barrio El Cacique, frente a la clínica Independencia, estaba el cine Lumière. El Portal se llamaba así porque estaba a la entrada de un barrio y de una plaza del mismo nombre. A diferencia de los de las plazas comerciales con múltiples salas, El Portal era como la mayoría de los cines de antaño: una sala, un área de confitería y unos baños. Proyectaban generalmente películas de Hollywood, que cuando eran exitosas se extendían por meses. Siempre que regresaba en transporte escolar del colegio a casa podía ver las películas anunciadas en un letrero de neón blanco. Fue en el Cine Portal donde vi películas ochenteras como Karate Kid, Volver al futuro, Cocodrilo Dundee, Robocop, Tres hombres y un bebé y Tiburón 4 .Con el tiempo, los multicines triunfaron y el Portal quebró. En esos años, la discoteca Jet Set estaba situada al lado del edificio de la Coca-Cola, en la misma Avenida Independencia. Al parecer, luego de un problema legal a principios de los noventa, los dueños la mudaron al antiguo local del cine Portal. Remodelaron la estructura para darle forma de pista de baile y el letrero de neón blanco donde anunciaban las películas ahora era negro y mostraba las fechas de presentaciones de los músicos tropicales.
Un amigo dice que fue en el Jet Set que Toño Rosario y su agrupación inventaron el famoso e influyente Kulikitaka, que como bien se sabe, fue un tema que se improvisó a partir de una descoordinación de la orquesta en un concierto en vivo. Sin embargo, no creo que haya ocurrido ahí. Ahora bien, la discoteca era una de las más reconocidas del Caribe y era el recinto de las principales orquestas de merengue y salsa, y frecuentada por los bachateros más míticos y pegados. Según mi hermana Joanna, asidua, era de las pocas ofertas para salir a bailar con una orquesta en vivo de la ciudad. Se sabe que las discotecas modernas de la actualidad solo cuentan con DJs y que, además, raramente se baila; la gente se la pasa sentada, texteando y consumiendo hookah. Fue por esta razón que se hicieron famosos los «Lunes de Jet Set». Para dar más o menos una idea, entre los artistas que se presentaron en lo que va del año a este evento están Sergio Vargas, Los Hermanos Rosario, Luis Vargas, Omega y Fernandito Villalona. La entrada general costaba dos mil pesos y el VIP oscilaba entre los dos mil 500 y los tres mil pesos. Esos eventos agotaban la taquilla con anterioridad y muchos empresarios tenían sus mesas reservadas en el área de VIP donde se bebía whisky etiqueta negra y champagne importada. La catástrofe aconteció durante uno de esos lunes, que como se pueden imaginar era el día en que la discoteca quedaba abarrotada de gente deseosa de bailar y botar el golpe. El merenguero Rubby Pérez y su orquesta llevaban más de una hora en escena cuando, a eso de la una de la mañana del martes 8 de abril, se notó que del techo caía agua, una especie de arenilla… y a los pocos segundos se desplomó todo.
A quienes dormíamos en nuestros hogares, nos tomó un buen rato comprender la magnitud del siniestro. Me levanté a eso de las siete y noté que en varios grupos de WhatsApp lo comentaban. El primer mensaje que vi decía: «Señores, ha colapsado el Jet Set y hay ocho muertos y una gran cantidad de heridos». Poco a poco las noticias, las opiniones y la desinformación se fueron incrementando. A eso de las nueve, el presidente Abinader y la alcaldesa ya estaban frente a la discoteca y se había decretado tres días de duelo. Quedé tan aturdido por la funesta noticia que no fui a trabajar y me la pasé texteando con gente que estaba tan desorientada como yo.
Se empezó a cuestionar a los dueños del establecimiento y a hablar de que estos ya estaban al tanto de que había grietas en el techo, que no se habían tomado las medidas de seguridad tras un incendio acaecido años atrás y que la estructura estaba concebida para un cine y no para el uso que se le estaba dando actualmente. Además, que en la azotea habían colocado tinacos, una planta eléctrica y un transformador. En TikTok, una joven copió un mensaje de un colombiano que años atrás visitó la discoteca y que había advertido de las grietas. De hecho, mi hermana me contó que a una muchacha le cayó un pedacito del techo en la cabeza durante el concierto de Fernandito Villalona y que ella se había quejado con la gerencia, pero que su denuncia no trascendió. También empezaron a aparecer entrevistas a heridos y al equipo de rescatistas. Todo el mundo estaba pendiente de las listas de rescatados a ver si reconocían un nombre. No tuve familiares ni amigos cercanos que fallecieron en la catástrofe, pero a medida que pasaban las horas fui dándome cuenta de que estaba relacionado de una u otra forma con las víctimas, que conocía a varios, o que una de las víctimas era familia o amigo íntimo de alguien conocido; por ejemplo, un vecino de la infancia falleció junto a su esposa y su hija, o el caso de la madre de un compañerito de fútbol de mi sobrino que también murió. Lo que lleva a pensar que tal vez sea cierta la teoría de los seis grados de separación, la cual propone que cada persona está conectada con cualquier otra a través de una cadena de conocidos de no más de cinco intermediarios.
A eso de las tres manejé hacia allá con la determinación de colaborar o al menos de ver la grúa que cargaba los escombros y a los rescatistas, pero parte de la Independencia estaba cerrada y quedé atrapado en un tapón de casi una hora. Así que volví a presenciar la tragedia a través de las redes sociales. Oí el testimonio de una señora que se salvó porque fue al baño a orinar. Puesto que andaba con un enterizo duró más tiempo de costumbre. Cuando salió del baño vio el techo desplomarse, sepultando a su hija que se había negado a acompañarla. Lo que me lleva a pensar en otras características de este tipo de eventos: la mayoría de gente fue en familia, en grupos de bailes, o iban a celebrar sus cumpleaños o a conmemorar su aniversario de bodas.
Pero, bueno, a eso de las cuatro, habían pasado más de 13 horas del siniestro y la gente se empezaba a preguntar si los sepultados soportarían más tiempo. A medida que las horas pasaban los rescatistas descubrían más muertos que vivos. Pero seguíamos confiando en que encontrarían a Rubby Pérez. Cifrábamos todas nuestras esperanzas en su rescate y en que su presencia nos serviría para lidiar con esta tragedia. Alguien subió la noticia de que lo encontraron, que el merenguero cantaba entre los escombros, que lo rescatistas llegaron a él guiados por su voz angelical y que ya iba camino a la Plaza de la Salud. Pero aparentemente no era más que una fake news de algún descerebrado.
A las cinco de la tarde se anunció oficialmente su muerte. Coño, me dije, el cantante de «Volveré», el artista de 69 años que había visto un montón de veces en vivo, del que me sabía muchas de sus canciones de memoria y que había interpretado parte de la banda sonora de mi niñez y de mi adolescencia, había fallecido. Pensé en su hija, que era una de las coristas de su agrupación y que, como estaba esperanzada en que lo rescatarían, no se movía del frente del Jet Set. Contó que, durante el concierto, su padre le pidió que cantara desde un micrófono que estaba en el fondo, que tenía mejor sonido, gracias a lo cual se salvó. En efecto, la mayoría de la agrupación —excepto Rubby y el saxofonista— solo sufrió heridas superficiales, ya que en esa área de la discoteca el desplome no fue tan fatídico.
Si ya la ciudad estaba deprimida, la muerte de Rubby Pérez la puso en coma. Ya que no aguantaba la sensación de opresión y de angustia, salí a pie y eché a caminar por el sector. Dos oficinistas que caminaban hasta las paradas de guagua hablaban de la tragedia y comentaban que conocían a un amigo de un primo que fue al concierto y que está desaparecido. En los colmados, en los vehículos y en los celulares de los guachimanes resonaba «Volveré».
Anocheció y yo, cansado de deambular, terminé en un Helados Bon.
—¡Bonvenido! —dijo una de las vendedoras.
Le eché un vistazo a las neveritas donde se desplegaban los sabores normales y premium, y luego otro a las vendedoras con sus cachuchas, sus delantales coloridos, sus polochers blancos y sus pantalones caqui.
—Caballero, ¿quiere probar el sabor del mes?
—No, gracias. Dame una barquilla de pistacho.
La otra dependiente estaba tan entretenida con su celular que ni se fijó cuando me dieron la barquilla. A diferencia de la que me atendía, que era pechugona e imponente, esta era flaquita, dientúa y hablaba con una vocecita de Disney.
—¡Ay no! —murmuró.
—¿Ahora qué fue? —le preguntó la otra.
—Oye este audio.
Le pasó el celular a la amiga y esta lo oyó completo sin que su semblante mostrase ningún tipo de emoción.
—Eso se lo inventó un vago.
—Ay, tú si ere…
—Caballero, ¿lo quiere oír?
Asentí, cogí el Android, le di clic al audio y me lo puse en el oído. Escuché la voz jadeante de un hombre que contaba que estaba preparado para morir, que se había entregado a Cristo y que se quería despedir de su familia y sus amigos. En el fondo se oían voces femeninas que clamaban por ayuda.
—Ese hombre sigue en el Jet Set —dijo la dientúa—. Entre los escombros.
—Yocata, pero ¿cómo e que tú te cree to lo diparate que te mandan por guasap?
Empezaron a discutir y yo me quedé viéndolas sin intervenir hasta que me terminé la barquilla de pistacho. Entonces salí y eché a andar por la Bolívar. Circulaban pocos vehículos. De vez en cuando pasaba una OMSA. Me vino a la cabeza el poema «Masa» de César Vallejo, aquel en que la gente le va pidiendo a un combatiente muerto que reviva, diciéndole cosas como «¡No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!» o «¡Quédate, hermano!», y que este solo lo hace cuando el planeta entero le pide que resucite. Pensé que el combatiente del poema era Rubby Pérez y pensé en todas las personas del mundo que le pedían que regresara de la muerte. En la acera me topé de frente con un señor de lentes que con sudadores y una camisa gris tarareaba «Volveré». A pesar de lo oscuro, me fijé en su cara y comprobé que lloraba. Supongo que se habrá dado cuenta de que yo estaba en lo mismo.