Con la mañana llegan las primeras cocineras a la casa de Altamira. Son apenas las seis y una orquesta de calderas, bullones, cucharones y cuchillos ha echado a andar, rompiendo el silencio del fin de la madrugada. Van acompasados con el alboroto de quienes pelan el boniato, preparan el sofrito, ablandan la yuca o condimentan la sopa. Desde el patio trasero de la casa, donde han crecido diez matas de plátano burro, con diez racimos bien poblados, sube hasta el cielo una columna de humo que nace de los improvisados fogones donde han llegado a prepararse en un día hasta 80 libras de arroz, 30 paquetes de espaguetis y 300 libras de vianda con las que pueden alimentarse hasta unas 1280 personas. En el oriente cubano, José Daniel Ferrer (Palma Soriano, 55 años) tiene una máxima: No se le habla de política a la gente cuando pasa hambre.
«En una nación donde el hambre ha sido mecanismo de control y parte inseparable de la vida, si ves a alguien y le estás hablando de política, pero esa persona lo que tiene es hambre, y no haces lo posible por darle un plato de sopa o un pedazo de pan, esa persona va a decir: ‘está muy lindo tu discurso, pero yo lo que necesito es comer’», dice.

Ferrer aprendió desde muy joven el arte de alimentar, el gesto de proveer. En 1991, una vez cumplido su tiempo en el Servicio Militar, Cuba era un país diferente, así como su pueblo Palmarito de Cauto. Había poca comida, la gente se alimentaba no solo como podía, sino cuando podía. Eran los inicios del Periodo Especial y lo primero que hizo Ferrer fue comprarse un libro y aprender el viejo oficio de añejar el ron y fabricar el aguardiente. El negocio duró poco, hasta el día en que se dio cuenta de que la gente lo vendía todo para emborracharse. No pasó mucho tiempo para que, junto a su hermano menor, Luis Enrique, se inventara una pequeña cooperativa de pesca donde más de 30 pescadores, en unos diez botes y con redes grandísimas, peinaban de arriba abajo la represa Protesta de Baraguá, el mayor embalse de la provincia, que les devolvía al final del día una sarta de tilapias y, en temporada de lluvias, decenas de tencas, carpas y moras.
Esos eran los mejores días. Los pescadores podían irse a casa con unos mil pesos cada uno. Incluso, en las peores jornadas, ganaban más que el salario mensual de un doctor. También cargaban con la comida necesaria para sostener a la familia, y separaban un 10% de la pesca para alimentar a diario una docena de personas. Entre 1991 y 1997, Ferrer y sus pescadores proveyeron con alimentos a más de 600 vecinos cada mes, que además de pescado se iban con yuca, maíz o plátano sembrados en las parcelas de tierra de la familia. En otoño, por ejemplo, tenían suficiente ají, tomate, zanahoria, remolacha o cebolla. Lo que nunca se les dio, dice Ferrer, fue el ajo.
Casi 30 años después, Ferrer recuerda al profesor universitario que pasaba por su casa y se iba repleto con tilapias y viandas. Al licenciado en economía de Palma Soriano o al abogado que lo visitaban cada semana con una bolsa para llenar. También estaba la anciana, la madre soltera de cuatro o cinco hijos, el enfermo y hasta el policía que tenía hambre. Siempre había alimentos garantizados para todos, excepto cuando la pesca era muy mala o cuando iniciaron los operativos policiales. En algún momento, como era de esperarse, comenzaron a molestar a las autoridades, que se preguntaron quiénes eran aquellos jóvenes, tan populares en los alrededores, que distribuían comida a cada vez más personas. Para ese tiempo, además, se convirtieron en los sospechosos de varios graffitis antisistema que aparecieron en Santiago de Cuba, y de distribuir, en casetes analógicos y de mano en mano, los programas de la emisora «enemiga» Radio Martí. Ferrer siempre negaba las acusaciones, pero la policía estaba en lo correcto: ya les nacía con fuerza un opositor.

Aun así, lo primero para Ferrer en ese momento era alimentar a su familia y ayudar a las personas que contaban con la comida que él les garantizaba. El 26 de marzo de 1997 dejó de pescar para siempre. Sobre las tres de la mañana, dos de sus pescadores volvieron de la represa con 29 y 38 impactos de cartucho de escopeta, que en realidad iban dirigidos a él y a su hermano. «Tenían el cuerpo agujereado y se le salían hilillos de sangre. Aquello me irritó tanto, pero tanto, que estuve a punto de cometer una locura», dice. Supo que no había vuelta atrás, que lo suyo no era la pesca, sino la libertad de Cuba. «Ahí me propuse dedicarme a la oposición pacífica a tiempo completo».
Desde entonces, Ferrer siempre ha hecho política y siempre ha puesto un plato en su mesa y en la mesa de los demás. «Creo que no puedes estar ajeno al dolor de las personas, al hambre, a la miseria que sufren», asegura. Cuando cumplió ocho de los 25 años impuestos tras la Primavera Negra, Ferrer compartía con los reclusos del penal los alimentos que le llevaba su familia. Comenzó a repartir comida otra vez en su casa de Palmarito de Cauto en 2011, tras salir de la cárcel. «Sopa y pan a todo el que llegase, porque los recursos eran muy limitados», cuenta. Los primeros insumos los costeó con los primeros 300 euros que mandaron sus hermanos desde España, a donde se habían exiliado como parte de las negociaciones del gobierno cubano con la Iglesia Católica y el entonces presidente español José Luis Zapatero. Luego recibió ayuda de la Fundación Nacional Cubano-Americana. No faltó el acoso de la policía política, o la confiscación de algún alimento e incluso de los juguetes que repartía entre los niños.
Pasados cuatro años, ya asentado en el barrio de Altamira, Ferrer y los activistas de la organización Unión Patriótica de Cuba (UNPACU) llegaron a tener unos cinco comedores distribuidos en varias zonas de Santiago de Cuba, suficientes para alimentar a más de mil cubanos cada día. A la vez, reparaban viviendas, limpiaban casas de ancianos, calles, basureros o las orillas de la Bahía. «Nunca faltaron las amenazas o las detenciones», asegura. «Tenían miedo de que en algún momento tomáramos Santiago».
En 2019 Ferrer volvió a prisión, tras ser catalogado por el gobierno como «un delincuente común», por el supuesto delito de lesiones a otro individuo. Un año después, en medio de la pandemia, fue excarcelado, y enseguida empezó a recibir en su casa a unas 300 personas que no tenían cómo poner un plato de comida en su mesa. Luego de que las autoridades decomisaran sus alimentos y montaran un cerco para impedir la distribución, Ferrer le respondió al hambre con el hambre: se plantó en una huelga de 21 días. Al año siguiente Ferrer regresó a la cárcel, un sitio que conoce de sobra. Lo apresaron junto a más de mil ciudadanos que el 11 de julio de 2021 tomaron las calles de todo el país, agotados del encierro y hastiados de la falta de libertades, de medicamentos y, principalmente, de comida.
Por eso, ahora que regresó a casa, tras negociaciones del gobierno de Miguel Díaz-Canel con El Vaticano y la eliminación de Cuba de la lista de estados patrocinadores del terrorismo por parte de la administración Biden, lo primero que Ferrer hizo fue mandar a preparar comida suficiente para la gente con hambre que pasó a abrazarlo por su casa de Altamira. Le decían que se alegraban de verlo en la calle y que habían pasado no poca hambre desde que se lo llevaron. Ferrer, quien no había probado bocado alguno, acaso agua y yogurt, enseguida se dirigió a su esposa, la doctora Nelva Ismarays Ortega Tamayo, y le preguntó: «¿Qué tenemos de comida?»
Al rato, unas siete personas cenaban arroz, potaje de frijoles colorados y pollo. Al día siguiente aparecieron en la casa otras veinte. Todos comieron. A los diez días sumaban 150 cada tarde. En un mes, ya recibían 500, y en marzo llegaron a superar los 900. Hubo un día en que una caravana de más de 1280 santiagueros con hambre desfiló por la entrada enrejada de la casa de Ferrer, una casa amplia y sin lujos, de tres habitaciones, una especie de país minúsculo, gobernado por la gente que trabaja y la gente que come.

A la casa, por ejemplo, arribó un señor de 80 años enfermo de cáncer de colon. Los activistas lo habían encontrado en una esquina de la ciudad a punto del desmayo. Desde ese día el señor es un asiduo a las comidas de la casa de Altamira, que se reparten desde el mediodía. «Hemos visto cómo su rostro va cambiando de color y ha ganado unas libritas», dice Ferrer. También va con frecuencia a buscar su comida una señora de ocho hijos menores de edad, que vive en una choza construida con cajas de pollo brasileño de importación, y que recibe poco más de mil pesos cubanos de ayuda del gobierno. «Ella vino una vez, con mucho temor», cuenta el líder de la UNPACU. «Cuando le veo el rostro y la alegría que siente al llevar sus ocho raciones de comida para sus hijos, me da mucha satisfacción y pienso que lo que estamos haciendo vale la pena».
En un inicio, cuando había menos comensales, preparaban los alimentos en dos fogones de cuatro hornillas, junto a varias ollas eléctricas. Con los apagones, cada vez más frecuentes, y el aumento de las personas, comenzaron a cocinar con carbón. Ante la subida del precio del carbón, decidieron irse al patio y usar leña. Entonces Ferrer le propuso algo a la gente: «Nosotros garantizamos los alimentos si ustedes garantizan el combustible». La gente con hambre empezó a buscar la leña para cocinar su propia comida y llenar las vasijas con arroz blanco, sopa a base de picadillo de pollo, espaguetis, calabaza, yuca y plátano, además de alguna vianda hervida, todo adquirido con la ayuda económica de los exiliados cubanos.
Ferrer dice que hasta el acto de comprar y repartir comida debe apuntar directamente a la libertad de Cuba. Por eso no le hace gracia adquirir los alimentos disponibles en las tiendas en Moneda Libre Convertible (MLC), cuyas ganancias terminan en las manos del gobierno cubano. Cuando algún contribuyente en el exilio solo puede mandar por esa vía, entonces, a regañadientes, Ferrer compra jabones para regalar y los paquetes de refresco instantáneo que reparte «a los viejitos más deteriorados», o a quienes los ayudan a cargar la leña, gente a la que refuerzan con panes y más de una comida al día. El resto de los alimentos los compra en la calle, de mano en mano, a la gente en las que sabe que puede confiar.
«Desde los 15 años mi política ha sido que, estés en el medio en que estés, tienes que relacionarte de manera afectiva con el que vende, con el que compra, con el que comercia, con el que sabe, con el que algo hace», dice. «Y si alguien vende arroz, tienes que darle confianza de que nadie se va a enterar de que se lo compraste. Nuestra política es comprarle a personas que simpaticen con la oposición, aquí todo tiene que tributar a la libertad de Cuba».

Los santiagueros que no tienen donde comer, han comido en Altamira casi todos los días de los últimos tres meses, pero la cifra de los visitantes se ha reducido a menos de la mitad desde que el gobierno montara un cerco para amenazar a los activistas, impedirles comprar alimentos, confiscarles la comida y asustar a unos 400 ciudadanos con mandarlos al hospital psiquiátrico de la provincia o quitarles su chequera de asistencia social. Solamente en marzo, el gobierno detuvo a unas 350 personas, ya sea por buscar el plato de comida o por colaborar en la repartición de alimentos. En el intento de detener la distribución de alimentos, pidieron a algunos activistas depositar cierto tipo de veneno en la comida que reparten.
Aun así, los santiagueros siguen llegando con el pozuelo en la mano. A veces algunos esperan a la noche, porque piensan que la policía no va a verlos. Son los últimos comensales en la cocina de Ferrer. Hay quien, además, pasa y le pide trabajo, un jabón para bañarse, un par de zapatos, o pregunta si la doctora Nelva, quien ha recibido hasta 50 pacientes en un día, puede atender al enfermo de escabiosis, al que llega con quemaduras o con la presión arterial alta, la mayoría de los cuales ha pasado hambre todo el día. Ferrer se desplaza con soltura entre ellos, y practica una compasión que no confunde con la lástima. Pasa la mano por la cabeza de una señora, le lanza un chiste a otra, abraza al señor desdentado que llegó de primero a la fila de la comida, y le pregunta a la mujer embarazada si asistió a la cita con la ginecóloga. «Cuando luchas por una causa y trabajas con seres humanos, si quieres que la gente confíe en ti, te sigan y te aprecien, preocúpate por sus problemas y necesidades», dice Ferrer. «De lo contrario, de nada sirve tu liderazgo».
Quien ha entregado décadas de su vida, en las peores circunstancias, a la liberación de su país y su gente, entiende bien algunas cosas esenciales. Y al luchar por ellas, implica a los demás, hace pedagogía con ideas y ejemplo, ayuda a los desvalidos. Por todo eso, quienes solo tienen represión, propaganda y abandono para “su” pueblo, temen tanto a liderazgos y acciones cómo estas
Inteligente y humana estrategia de Ferrer. Cuba necesita cientos como el. Gracias a JDF pot tanto. Gracias al Estornudo por
esta importante y necesaria cronica. Arriba corazones!
Comité Gestor del Proyecto Varela: Oswaldo Payá Sardiñas, José Daniel Ferrer García, Antonio Díaz Sánchez, Regis Iglesias Ramírez, Miguel Saludes García, Osvaldo Alfonso Valdés y Pedro Pablo Álvarez. Sin el Movimiento Cristiano Liberación no se entiende el fenómeno José Daniel Ferrer García.