Son poco más de las ocho de la noche, en pleno otoño porteño, y la gente empieza a desmayarse. La concentración dentro y fuera de la Basílica San José de Flores, en Buenos Aires, es tal que resulta casi imposible moverse. Y, al parecer, también el oxígeno escasea. El arzobispo Jorge García Cuerva acaba de culminar la misa y se entrega la hostia a quienes deseen recibirla.
Es 21 de abril de 2025, Lunes de Pascua, y ha fallecido a los 88 años el papa Francisco.
Murió el argentino Jorge Mario Bergoglio, recordado por muchos como el primer papa latinoamericano y por sus opiniones y posturas «progresistas» en el marco de la Iglesia católica. Un pontífice que reformó el Código de Derecho Canónico para incluir un artículo sobre la pedofilia y los delitos de abuso sexual contra menores. Llegó a pedir perdón a la comunidad LGBTI+ porque, según dijo, él «no era nadie para juzgar», aunque nunca abandonó su enfoque biologicista; también sostuvo el precepto de que el aborto es, en todos los casos, un «homicidio».





Durante 16 meses telefoneó todos los días a la única iglesia católica en la Franja de Gaza; cada día, a las siete de la tarde, el Sumo Pontífice preguntaba por el pueblo palestino.



Y ahí estamos todos —feligreses, prensa y curiosos—, a metros de Rivera Indarte. El mismo barrio que vio nacer y crecer a Francisco. Donde se formó en la fe católica. Dentro y fuera del recinto se llora mucho, como se llora la pérdida de un ser querido. La pérdida de un familiar cercano. Ese que iba a comer raviolis a casa los domingos, y te contaba historias.
Los devotos recorren con los ojos cerrados las 50 cuentas de sus rosarios, sin inmutarse ante el paso de las cámaras. Incluso me da la sensación de que quieren que documentemos el dolor. Que se note cuán amado era Bergoglio, porque él los amaba a ellos.






Me pasé el día y la noche esperando que alguien me «puteara»; nunca sucedió. Los fotorreporteros llegamos a ser los seres más intrusivos, en los peores escenarios.
El pueblo argentino no solo ha perdido una figura de orgullo nacional —como lo fue Maradona, como lo es Messi—, sino también una figura del pueblo. Tan cercano, de hecho, que era querido —o al menos aceptado— por quienes no se identifican con las instituciones religiosas. Se decía que viajaba en transporte público. Algunos se sienten huérfanos.






En la escalinata de la basílica, una señora sexagenaria mira mi cámara.
—¿La fotografiaste? —me pregunta.
—¿A quién? —le respondo.
—A la Villarruel —dice—. No sé cómo se atreve a venir a este recinto después de todo lo que ha hecho y dicho.


La relación de la vicepresidenta Victoria Villarruel —descendiente de militares involucrados en la última dictadura cívico-militar en Argentina— con el Papa fue diplomática. Por decir algo. Pero, su jefe, Javier Milei, nunca ocultó su desagrado hacia el pontífice. Antes de abrazarse con Francisco en el Vaticano, el presidente argentino lo calificó de «comunista» y llegó a decir que era el «representante del Maligno en la Tierra».

Dicen que el libertario se arrepintió de sus palabras. Quizás no. Especialmente, después de que Bergoglio criticara el aumento de la represión en las calles argentinas, y condenara el uso de armas y gases contra estudiantes, jubilados y trabajadores.


Entra otra señora en escena. Lleva un buen rato intentando hacer fotos con su teléfono. Nos manda a callar.
—No hablen de política. A él no le hubiera gustado. Para él, todos siempre fueron bienvenidos en la casa del Señor.
Al parecer, eso no fue suficiente. Porque cuando la vicepresidenta intentó salir de la basílica, se encontró con un público enfurecido. Un público que, al grito de «¡A donde vayan los iremos a buscar, olé, olé!» —en referencia a los genocidas—, le arrojó algún líquido y objetos que no logré identificar.
Hay furia en el aire, como cuando un vecino habla mal de tu familia. Villarruel no es del pueblo.



Y es que la vicepresidenta representa el mismo conservadurismo neoliberal y la misma ultraderecha que, en vida, despreciaron al pontífice. Porque Jorge Mario Bergoglio, quien intentó ser químico antes de entrar al seminario, el mayor de cinco hermanos, bautizado en el barrio de Almagro y amante y practicante del fútbol, escribió y predicó sobre los derechos de la clase obrera. Pidió tierra, techo y trabajo para todos.