«Emigrar te despierta». Una tarde en Miami con la actriz Lola Amores

    El mundo entero es un escenario,
    y todos los hombres y mujeres son meros actores;
    tienen sus salidas y sus entradas;
    y un hombre, a su tiempo, interpreta muchos papeles, y
    sus actos duran siete siglos.

    William Shakespeare

    Lola Amores entraba al bote por la parte de atrás, escondida. Primero solo se concentraba en buscar muñequeras para el primer espectáculo de La Isla Secreta. Luego le fue haciendo falta recoger otras cosas: una máquina de moler, unas tiras de cualquier medicina, focos, zapatos, una mesa. Después de cada función, en su apartamento de El Vedado, le brindaba pastel de piña al público mientras contaba cómo había buceado en el basurero más grande de La Habana para recoger más de la mitad de los objetos que ellos acababan de ver sobre el escenario. 

    Nació en La Güinera, un caserío en el centro de Cuba, y estudió actuación en el Instituto Superior de Arte de La Habana. Trabajó en el teatro por más de 15 años; primero, en El Ciervo Encantado y, luego, en La Isla Secreta, un grupo que fundó con su expareja Eduardo Martínez. En 2016, a los 38 años, llegó al cine independiente cubano

    La conocí en La Habana. Mi mejor amiga me llevó a una fiesta en su apartamento. Al rato de estar ahí, Lola Amores salió de la cocina siendo otra persona: Claribel de Marianao. Ya no tenía el pelo hasta la cintura, ni los jeans y la blusa de tirantes; ahora llevaba una peluca con un pañuelo azul encima, una prótesis de dientes enormes, y los labios mal pintados de un rosa eléctrico. 

    Tres años después, ambas emigramos a Miami y nos encontramos en una librería en pleno Coral Gables. Conversamos sobre su carrera, su éxito y lo que significa emigrar a cualquier edad.

    ¿Cómo te sientes emigrando a los 48 años? 

    Imagínate. Todavía no me concentro bien en lo que he hecho, creo. Estoy un poquito inconsciente, pero, bueno, al final creo que era una transición orgánica; por eso tampoco lo siento tan novedoso. Mi pareja y yo tenemos seis años juntos; estábamos separados y nos estábamos preparando para estar juntos en algún momento. Entonces, psicológicamente te vas adaptando la idea. Y bueno… está la cosa de que en Cuba muchos amigos se fueron, lo cual te hace mirar todo desde otro de otro punto de vista. Y eso influyó mucho también. 

    ¿Nunca antes habías vivido fuera de Cuba?

    Bueno, todavía no he vivido mucho fuera de Cuba. Creo que más tiempo he estado en otros países. Estuve aquí una vez casi cuatro meses. Y bueno… en México creo que he estado tres meses, y en Croacia también. Ha sido lo máximo que he estado fuera de Cuba. 

    Estar aquí es para mí algo muy interesante porque uno se abre, como mismo todo el mundo que te habla de emigrar, uno se abre a otras cosas, a otras posibilidades también de hacer cosas, a descubrir más, a conectar el final más con todo. Porque estás tú llegando de intruso a un lugar que ya está creado y, entonces eso te hace ser humilde también. Emigrar te despierta. Te da cierta inquietud también y eso es muy bonito. 

    Tu primera película de gran alcance fue Santa y Andrés, de Carlos Lechuga, estrenada cuando tenías 38 años. ¿Crees que antes de esto eras ya lo que se considera una actriz reconocida en tu país?

    Chica, yo todavía no sé si soy reconocida. Eso de ser reconocido, mirándolo desde uno, es muy, muy difícil de ver. Yo me reconozco con lo que hago, y con la gente que está a mi alrededor. Ahora, esa perspectiva de cómo te ven los demás a mí me cuesta un poquito. Yo cada vez que llego a un lugar me presento hasta con la gente del medio. Digo: «Soy Lola», y algunos me dicen: «Claro, Lola, sabemos quién tú eres». No tengo esa noción clara: hasta dónde la gente te mira o te reconoce. El cine, por supuesto, llega a más gente, pero tampoco considero que voy a ser popular; nunca he sido popular. Yo camino por las calles bastante tranquila.

    Entre la gente del medio pienso que te empiezan a ver un poquito. No obstante, cuando hice ahora las otras películas, la gente no asociaba que era yo. Mucha gente del medio no asociaba que yo había hecho Santa de Andrés. Entonces siempre me estoy presentando, y eso tiene su cosa bonita también.

    ¿Te importó alguna vez ser o no reconocida? 

    Es que no me doy ni cuenta. Si sucedió, fue cuando se pudo. Porque, además, Santa y Andrés fue una película censurada en Cuba. Que también es como el destino diciéndome: «A ti no te tocó ser popular ni nada de eso». Además, también me doy cuenta de que los proyectos para los que me llaman casi siempre son de cine independiente. Entonces casi siempre son personas no tan conocidos en el mismo país; eso también tiene su destino. 

    ¿Y por qué pasó tanto tiempo hasta que hiciste cine?

    Yo pienso que todo pasa cuando va a pasar. Todo sucede cuando es el momento. Cuando estaba en El Ciervo Encantado, yo nunca necesité hacer cine. Realmente nunca estuve en castings, nunca estuve averiguando por nada. En realidad, no he hecho muchos castings, y he hecho muy pocas películas, lo que son largometrajes. Entonces todo sigue siendo chiquito y poquito. Lo de hacer cine creo que apareció en una edad que uno dice: «Bueno… ya experimenté aquí; ahora, a probar acá». Pero no fue una decisión consciente.

    Lola, cada obra ha supuesto diversos cambios en tu físico: cortarte el pelo, subir o bajar de peso, etcétera. ¿Cómo lidias con eso?

    Es lo que más disfruto como actriz. Eso me encanta. Ojalá al ser humano le creciera el pelo rápido para poder hacer más cosas. Pero eso es muy rico, que no te reconozca la gente; por eso también ha sido parte de los mis procesos. Es un reto para un actor transformarse no solo físicamente, sino energéticamente; poder llegar a una zona ahí más profunda en la transformación me gusta mucho. Me encanta el maquillaje; me encantaría trabajar en proyectos donde tú no te veas nada. Que te pongan todo y sea bien distinto. Me gusta la ilusión de ser otra cosa. Nunca tengo pelo; en las películas me ponen pelo. 

    ¿Cómo logras dejar atrás, luego de meses de rodaje, a personajes como Santa o Yolanda, en La mujer salvaje, marcados por traumas, violencia física, acoso político o vidas disfuncionales?

    Es un proceso complicado porque uno los convoca, los estudia, los trata de hacer conectando siempre con uno. Al final uno no va a ser muy distinto de ese personaje, siempre hay puntos en común que van contigo. Lo que me cuesta más dejar atrás es la intensidad del rodaje, cuando llegas a esos puntos de conexión con los personajes. El hecho de llegar a tener vivo ese personaje; eso sí es difícil. Es muy estresante la mayoría de las veces. También influyen los recursos que tenga la película; digamos, no tener mucho tiempo del mundo para rodar y así. Me paso meses soltando esa intensidad y a veces siento que no la suelto del todo. 

    Cuando estoy cerca del rodaje, que pueden ser dos meses o algo así, ya trato de meterme, como decía mi directora Nelda Castillo, en capilla ardiente. Todo en función de eso. Actuar es como un túnel en el que te metes. Interpretar un personaje es un proceso que lleva muchas cosas; lleva el trabajo con el equipo, los ensayos, los ensayos con el director, leerte muchas veces el guion a solas, hacer tus conexiones, rituales…

    ¿Tienes algún ritual?

    Sí, me gusta leerme el guion sola, sin ningún sonido ni nada. También prendo una velita o un incienso. Me gusta crear mi atmósfera y estar muy tranquila. Esa primera impresión con el guion para mí es muy importante, porque entonces hago conexiones con textos que he leído o con situaciones de mi vida. Hay cosas que te motivan y te mueven. Ese proceso es muy rico y te abre humanamente.

    En la película La mujer salvaje, de Alán González, podemos ver los conflictos de una madre. ¿Te costó llegar a ahí por no tener hijos?

    No, porque si yo hubiese tenido un hijo, hubiese sido demasiado sobreprotectora. Tengo dos sobrinas y yo me muero por mis sobrinas; ellas se enferman y yo estoy botando sombrillas y super descolocada. Además, dicen que los signos cáncer son como muy maternales. 

    Lo rico de actuar es descubrir esas zonas que uno no tiene, y las encuentra mientras actúa.

    He visto que experimentas con la fotografía en redes sociales, en una de esas fotos apareces con una careta de snorkeling. ¿Esto fue un performance político?

    Yo necesitaba hacer eso. Para mí era como necesario mostrar el concepto de estar nadando en seco; es la sensación de estar en Cuba nadando en seco. Lo hice como una especie de protesta para expresar ese sentimiento que tenía allí. Me hubiese gustado hacerlo en otras ocasiones, pero siento que me autocensuré. 

    ¿Extrañas hacer teatro?

    Estoy en otro proceso. No lo extraño, pienso que está ahí. Si yo quisiera puedo retomarlo y hacer algo. Es una cuestión de que yo quiera hacerlo, porque todas las herramientas están ahí. Pero me he entregado de cierta forma más al cine, y creo que eso me gustó. Es otra etapa de mi vida.

    ¿Cómo nació el personaje de Claribel de Marianao?

    Claribel nació en pandemia; un día en la casa veo los dientes del personaje de Claribel, y se me ocurrió. Ahí me puse a jugar con este personaje como una descarga de pandemia. Claribel es como mi alter ego. Lo que Claribel es más desinhibida y al final puede llorar o reírse de lo que yo no podría. También es un juego con mi ingenuidad; yo me entrego ahí y puedo llegar a zonas muy cursis. Claribel de Marianao es mi cursilería.

    ¿Qué te gusta de Miami? 

    Algo que me gusta de Miami es que tiene muchos árboles. Me encanta. El otro día subí a un piso 28 de un edificio y miré toda la zona de Coral Gables, y lo único que veía eran árboles. Ahora cuando me monto en un carro veo los árboles. También estoy conectando en proyectos laborales y disfrutando el tiempo con mi pareja, que estuvimos mucho tiempo separados, y me está dando mucha paz.

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    Tailyn de la Caridad Jiménez Sevilla
    Tailyn de la Caridad Jiménez Sevilla
    (Cienfuegos, 1998). Periodista y feminista.

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