Las luces se apagan, los ventiladores se detienen y los televisores y equipos de música enmudecen y cortan el sonido a media nota. Los backup de los ordenadores de mesa empiezan a pitar y avisan que el respaldo se agota. El silencio lo cubre todo. Si el apagón llega en medio de la noche, puede escucharse a lo lejos alguna que otra exclamación de furia, y si se alarga demasiado, oyes los inconfundibles golpes de cazuelas. Es una realidad cada vez más presente en la vida del cubano, pero no es nueva, como cuenta Ana Irma, de 76 años, vecina de Marianao:
«Yo nací en el 48. En Las Tunas, cerca del Central Chaparra. Pero no en la parte del pueblo sino en las afueras, en el medio del campo. No teníamos electricidad ni gas o agua corriente. Así que esto es más de lo mismo para mí, igual que lo fueron los noventa. Con una diferencia: en la casa de mi familia había un pozo y leña, y sabíamos de plantas para espantar mosquitos. Se pasaba mal pero estábamos acostumbrados, habíamos nacido así. Demoramos un poco en mudarnos para una casita en el pueblo y luego yo vine para La Habana cuando me casé. Así que viví casi hasta los 15 sin tener a mi alcance eso de encender una luz o abrir una pila cada vez que quisiera. Y me acostumbré rápido porque a lo bueno te acostumbras enseguida. Cuando empezaron los apagones de los noventa, que eran más bien alumbrones, porque tenías casi diez horas sin luz, luego luz cuatro o cinco horas y luego otras diez sin luz, me dije ‘ay, carajo, de nuevo al monte’.
«Solo que en el monte ya sabía cómo hacer. Aquí no, aquí cuando se va la luz, se va el agua y el gas, no puedes espantar los bichos con braseros. Las ciudades son lugares que dependen de la corriente, sin corriente son invivibles».
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Saúl, joven ingeniero informático, 29 años, residente en Matanzas, narra un panorama desesperado. «Parece un cliché, pero el apagón, la pésima situación del sistema electroenergético cubano, te cambia la vida, y no precisamente para bien. Es como una pesadilla interminable, un tobogán por el que te deslizas poco a poco hacia la locura, y no exagero.
En Matanzas vivimos bajo un régimen inmisericorde de tres horas de luz por tres de apagón, de seis de la tarde a seis de la mañana. Luego te toca o la mañana o la tarde entera apagado. Eso, los días «buenos», los «normales», como mismo los llama la Empresa Eléctrica, pues para ellos ya esa es la normalidad. Cuando la cosa empeora solo un poco, como ha venido sucediendo desde principios de marzo, puedes estar más de la mitad del día sin electricidad o solo con dos horas diarias de servicio. No existe horario ni planificación posible, es cuando te toque, las horas que te toquen. Siempre más de seis, ocho, hasta doce. Luego una hora con servicio y otra vez a empezar el ciclo.
«Uno se descubre convertido en una especie de zombie. Dormir en esas condiciones, por supuesto, es casi imposible. Noches enteras sin electricidad, torturado por el calor, los mosquitos, la incertidumbre. Tratas de buscar opciones: acostarte en un canapé en el patio para aprovechar la poca brisa, taparte con algo fino, buscar repelentes. Casi nada funciona. Te obsesionas con el canal de Telegram, con el parte diario de la UNE, quieres saber cuántos MWs hay de déficit en tu provincia, en el país, si el déficit desciende o no, qué termoeléctrica entra o sale, el porqué de este nuevo DAF, si ya le pusieron la luz a tal o más cual circuito y porqué al tuyo no…
«Luego, cuando coincide la hora en que hay luz y puedes acostarte, no logras dormir. Solo piensas en que puede irse de nuevo en cualquier momento, y que no vale la pena dormir porque volverás a despertarte y será peor. Tienes que cocinar en el tiempo de servicio, que nadie sabe cuándo será, y a veces estás en la calle y te avisan que llegó la luz y tienes que salir corriendo. En mi caso, tengo la fortuna de tener un contrato de una balita de gas licuado, que muchas veces no hay, y al menos puedo cocinar sin problemas en ese sentido. Gastas el dinero en cosas que en otros momentos nunca necesitarías: ventiladores y bombillos recargables, de los que venden en la calle dos o tres veces más caro que los ‘no recargables’.
«Desconozco si otros sienten tanta rabia como yo, tanta impotencia. Uno lee, se abstrae, enciende el celular cuando tiene carga, y cuando no puede más acude a las páginas de Facebook de la UNE y el Gobierno para desahogarse, aunque en el fondo sabes que nadie lee esos comentarios y al parecer tampoco les importa. Salir a la calle es peor. Todo el mundo habla de lo mismo, de las horas que les han metido, de las que le tocan. Se observa un agotamiento colectivo, un desánimo.
«Los días se acumulan, pierdes la propia noción del tiempo, de la vida normal que conocías, te invade un cansancio profundo en los huesos, en la mente, en el alma. La electricidad se convierte casi en un privilegio. Sientes envidia de los que viven en circuitos protegidos, de los habitantes de La Habana, de los dirigentes. Esta situación saca lo peor de ti. Sigues, pero sin ganas de hacerlo.»
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El descanso es una de las víctimas de esta situación, pero también el tiempo efectivo de trabajo y la posibilidad de obtener ganancias. «Yo había puesto un negocio de arreglar uñas» cuenta Ismarys, joven de 25 años, residente en el barrio Versalles de Santiago de Cuba. «Invertimos en él una prima mía y yo. Pero ella se fue del país y me quedé sola con todo el negocio. Trabajamos tres manicuristas. Yo entre ellas porque me gusta, no me interesa estar de jefa sin hacer nada, me gusta arreglar uñas y una de las mesas de arreglo es mía. Pero con los apagones casi nunca se puede trabajar por turnos. Una clienta te pide un turno para mañana a esta hora y puede ser que no haya electricidad. Los arreglos sencillos se pueden hacer, si hay suficiente luz natural. Pero ya poner uñas acrílicas o relleno de gel no puedes porque necesitas pulir, cortar, secar el gel o el esmalte para que se endurezcan, y para eso hace falta electricidad. Además, mis trabajadoras también tienen familia, y es de madre venir a trabajar cuando has estado toda la noche echándole fresco con un abanico a tu hijo. Hace dos días estuvimos con un apagón larguísimo y no se pudo hacer casi nada porque también estaba el día medio nublado, me quedé sola aquí en el salón y me senté en el piso un rato. No estaba limpio porque el día antes, que entraba el agua, no se pudo poner el motor y, claro, nadie limpió porque el agua de la reserva era para trabajar. Ahí, en el piso sucio, me puse a pensar que no vale la pena todo esto. Encontraré algún modo de salir adelante, pero de momento no sé cómo, porque esta situación no ayuda».
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Las rutinas hogareñas, la preparación de alimentos, los cuidados a menores y ancianos, se vuelven una odisea en tiempo de apagones, como cuenta Luismel González, un padre de Mayabeque. «Hace poco leí algo que me pareció revelador, real y deprimente: ‘la oscuridad se está tragando todo’.
«El incremento abrupto de los apagones ha venido a reorganizar la vida familiar de una manera casi milimétrica, con tareas específicas que cada miembro debe ejecutar con un nivel de precisión absoluta, porque un pequeño olvido pude significar no elaborar a tiempo la comida, que no se lave la ropa de trabajo y los uniformes o, sencillamente, que una lámpara o un móvil quede sin cargar para una noche entera sin corriente.
«Ha habido momentos en otras crisis en que puedes organizarte mejor, prepararte con tiempo. Antes, los llamados bloques se establecían y planificaban con un mes de antelación. Un canal de Telegram de la Empresa Eléctrica de Mayabeque te decía a qué hora tendrías o no corriente. Pero ahora mismo no hay ningún tipo de planificación, ni información, nada. Viene el estrés en tiempo de guerra.
«Un día tipo se resume de esta manera. Te levantas a las seis y media de la mañana sin luz. En mi caso, con un niño de dos años que a las tres de la madrugada hubo que pasarlo para nuestra cama porque la incomodidad y el calor en su cuna lo sobrepasaban. Nos levantamos y entre el desayuno, la preparación de la niña de diez años para la escuela y del niño para el círculo, también hay que dejar las lámparas conectadas a los cables de carga, a la espera de la corriente, y sacar afuera las otras dos lámparas solares.
«Nosotros vivimos con la abuela de mi esposa, una mujer retirada que no sale de casa, lo que en cierta medida es un alivio. Le dejamos orientaciones para el lavado de la ropa y un adelanto en la comida. Es una ventaja tener a alguien en la retaguardia. No imagino este “estado de sitio” si, al llegar nosotros del trabajo, tuviéramos que hacer lo poco o no que ella hace.
«Nos vamos a trabajar, mi esposa es abogada, y como casi todo en este país de ‘digitalización’ creciente, son más las veces que no puede hacer todo lo que hay previsto para un día laboral. A veces se pasa toda la mañana sin corriente, que llega cuando ya ella está a punto de ir a buscar al niño al círculo. A veces tiene corriente en la mañana, pero después de una noche sin dormir por un apagón. No sé cuál de las dos variantes es peor, si poder hacer y que el cuerpo no te deje, o al revés. En ambos casos, el rendimiento y la productividad laboral siempre están por el piso.
«Mi caso es más ‘sencillo’. Luego de la crisis del año pasado, que ocurrió por estas mismas fechas, decidí cambiar de trabajo. Yo era editor y director de televisión. Busqué algo más cerca de mi casa y que la falta de corriente no me afectara tanto. Soy de Mayabeque y trabajaba en el medio del Vedado, lo que combinaba dos cuellos de botella: la electricidad y el transporte. Y ahora mismo, sea lo que sea que hagas, hay que estar muy enfocado para, después de una noche entera sin dormir, entre apagón, calor y mosquitos, levantarse y hacer el trabajo bien.
«Entonces, sobre las cuatro de la tarde mi esposa o yo recogemos al niño y en el círculo. Si hay corriente, cocinamos con los equipos eléctricos para ahorrar el gas, que está perdido. Recargamos los móviles, porque ocho horas mínimo de apagón sin internet es un problema. Además, al niño en ese tiempo hay que ponerle muñes en el celular. También a la niña. Ella entiende un poco más pero también se aburre. Porque hay días en que uno llega demasiado cansado como para jugar con ellos las ocho horas de apagón.
«Los niños tienen su horario de sueño. Máximo, a las diez de la noche ambos están en su cama, con corriente o sin ella. La rutina con la comida también ha cambiado. Compramos los alimentos necesarios para dos o tres días, precaviendo que no se echen a perder. En un país donde la comida es un problema, no solo por el precio, sino porque hoy puede haber y mañana no, esto implica un riesgo constante, pero es todavía más riesgoso perder el dinero, que no es poco. Entre apagón y apagón, la comida se te puede descomponer.
«Esta situación afecta la conducta, las relaciones, la vida. Llegas a la casa y tienes que salir a comprar pollo porque ya solo queda una comida en el frío. O tienes que poner a la niña a hacer las tareas porque ‘mi amor, hay que aprovechar la luz del día y la corriente puede venir a las diez y a esa hora ya hay que dormir’.
«Hasta la intimidad de la pareja se relega a un noveno o décimo plano. Es difícil ‘jugarla’ en los tiempos de corriente, porque sin luz es un suicidio. Entre el agotamiento físico y mental, los niños y las preocupaciones, hay que tener muy claro a quién tienes al lado y todo lo que de verdad sientes por ella.
«Lo peor es la incertidumbre, no hay perspectiva de solución ni a corto ni mediano plazo. Los niños duermen encharcados, y sabemos que no somos quienes peor la pasan. Ahora mismo hay personas y familias que no sé cómo logran sobrevivir día a día en estas condiciones».
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Ana Irma está acostumbrada a dormir con la luz encendida. Los apagones le recuerdan una infancia a media luz, donde se acostaba a dormir muy temprano porque la oscuridad de su casa no permitía mucha actividad más allá de la puesta del sol. «Después de haber vivido con electricidad, te acostumbras a su confort. Volver a lo mismo te deprime mucho. Antes, te digo en los noventa, yo me sentaba allá abajo a conversar con las vecinas, también llamaba a mis amigas por teléfono y hablábamos un rato en lo que la luz venía o me ponía a adelantar como pudiera. Pero ya casi todas mis amigas se han ido, o están enfermas, o se han muerto. Una está vieja y resulta que se va a morir como mismo vino al mundo. A oscuras».