Uno de los momentos políticos más importantes de los Estados Unidos son los primeros cien días de una Presidencia. Es cuando se establecen las prioridades de la nueva administración, el estilo de gobierno, y en general se muestra la capacidad para llevar a cabo su agenda. Además, suele ser un período de luna de miel con los votantes, que tienden a dar su confianza al nuevo presidente, hayan apoyado o no en las urnas. Donald Trump acaba de cumplir apenas cien días de su tumultuoso segundo mandato, y lo que viene quizá ya se pueda definir con una frase que dijo él mismo durante su riña con el mandatario ucraniano, Volodímir Zelenski, en la Casa Blanca: «Esto va a ser buena televisión».
Estos cien días han destacado por la velocidad con que fueron introducidos cambios sustanciales en la Presidencia y en el país; más que en ningún otro periodo análogo, salvo los inicios de Franklin Delano Roosevelt en 1933 (precisamente quien acuñó el término de los cien días). Es una comparación que sin dudas halaga a Trump, ya que FDR está considerado entre los mejores presidentes de la historia de Estados Unidos, pero que implica diferencias grandes. Roosevelt estaba creando el Estado de bienestar, conocido como New Deal, para reconstruir el país tras Gran Depresión; Trump está desmantelando ese Estado. La otra divergencia es que Roosevelt contó con el apoyo del Congreso, y pasó más de 15 leyes en sus primeros cien días, mientras que Trump, pese a tener un Congreso republicano, ha preferido emitir una avalancha de órdenes ejecutivas, muchas de las cuales están en jaque en las cortes.
Las frenéticas agenda y acciones de Trump —para sus seguidores, energéticas y necesarias; para sus detractores, autoritarias y caóticas— han ido acompañadas de una no menos frenética estrategia pública. Él ha mantenido una presencia constante en los medios, ya sean tradicionales o digitales, incluidos sus propios canales de redes sociales; todavía más que en su primer mandato. No hay día que pase sin que el presidente o uno de sus acólitos aparezca en con declaraciones diseñadas para indignar a unos y ganarse el aplauso de otros. Este frenesí ya ha creado una fatiga entre los ciudadanos, hastiados de ver cómo su preocupación fundamental —la economía— ha sido relegada a un segundo plano mientras se priorizan el desmantelamiento del Estado, las deportaciones con fanfarrias y los ajustes de cuentas políticos. Errores tácticos como la imposición desordenada de aranceles (inmediatamente suspendidos) han resultado en inestabilidad económica, desde la caída estrepitosa del mercado de valores hasta el aumento de los precios de productos de consumo, y esto aún sin el efecto previsto de unos aranceles que causan temor y disgusto entre la población, según reflejan las encuestas. Trump es hoy el presidente menos popular en la historia de Estados Unidos a cien días de empezar su administración.
Esto —fatal si se tratara de cualquier otro— parece darle energías a Trump, para quien el peor resultado sería la falta de atención. El presidente se regodea en el drama que está causando. Nada define a Trump tanto como su devoción por los medios, y en particular por la televisión, la cual domina perfectamente y a la cual debe tanto su estilo combativo y bombástico como su mitología de hombre de negocios con mucho éxito. En los episodios de The Apprentice, la serie que lo catapultó a la fama nacional, Trump actúa exactamente como actúa en la Presidencia: imponiendo su presencia sobre los concursantes que aspiran a trabajar con él; alternando entre el benefactor que los instruye con su autoproclamada maestría de negociante y el villano que se deleita en despedirlos dramáticamente, rodeado de aduladores y siempre, más grande que nadie, en el centro de la acción. De la misma manera, el mandatario ha creado una burbuja en que ya no caben aquellos expertos que moderaban sus peores impulsos durante la primera estancia en la Casa Blanca, y por tanto se presenta inmune a las críticas y las opiniones contrarias. Incluso los miembros de esta burbuja han sido elegidos, presumiblemente, por su potencial televisivo; al punto de que ellos también se han convertido en personajes y, más que ejercer importantes funciones gubernamentales, parecen haberse disfrazado para jugar a ello (cosplay.) Esto va desde los atuendos ridículos de la secretaria de Seguridad Nacional, Kristi Noem, pasando por los entrenamientos de Jiu-jitsu del segundo al mando del FBI, Dan Bongino, hasta el secretario de Defensa, Pete Hegseth, quien enmascara su incompetencia al posar haciendo ejercicios junto a soldados. Hegseth y Bongino eran figuras mediáticas, como lo era también el secretario de Transporte, Sean Duffy, exparticipante de un reality show.

Trump ha borrado así las diferencias entre la Presidencia real y la presidencia televisiva. La realidad en que cree es esa que proclama en sus posts en Truth Social, o la que repite su portavoz, Karoline Leavitt: los aranceles están trayendo miles de millones diariamente a Estados Unidos; decenas de países han llamado para negociar —incluso China ya estaría en conversaciones, atemorizada por la guerra económica.
Poco importa que nada de esto sea cierto ni comprobable. Lo importante es que Donald Trump, maestro del entretenimiento, lo ha dispuesto así en su guion; el guion de un reality show que pretende pasar por real y que, por supuesto, está cuidadosamente coreografiado. Tal como las escenas en The Apprentice poco o nada tenían que ver con el funcionamiento de los negocios y las empresas en la vida real, mucho de este espectáculo de Trump en la Presidencia está divorciado de sus efectos reales. Estos se verán a mediano plazo, cuando los aranceles influyan en los índices económicos hacia el tercer o el cuarto trimestre del año, o cuando los ciudadanos empiecen a sentir las consecuencias de un Estado en desmantelamiento, sin subsidios para las escuelas, tratamientos para los veteranos de guerra o ayuda para damnificados por desastres naturales…
Para entonces el reality show de la Presidencia se habrá movido a otros dramas y conflictos para mantener a la audiencia entretenida. Un gobierno eficiente es aburrido; algo que Trump no se podría permitir.