En 1832, el estado de Georgia condenó a prisión a Samuel Worcester, un misionario cristiano que vivía entre los Cherokees, pero la Corte Suprema de Estados Unidos, en uno de los casos claves de la jurisprudencia norteamericana (posteriormente bautizado como Worcester versus Georgia), determinó que la sentencia resultaba inconstitucional. Las tribus nativas eran consideradas naciones independientes y, por tanto, no estaban sujetas a las leyes estatales.
Este episodio también ganó fama porque el presidente Andrew Jackson —cuya hostilidad contra las tribus nativas había conducido a su relocalización forzosa, conocida como «El camino de las lágrimas»— desafió a la Corte Suprema cuando dijo: «El primer magistrado ha anunciado su veredicto. Ahora vamos a ver cómo lo hace cumplir». Jackson mostró así una de las mayores debilidades del sistema democrático estadounidense. La Constitución establece que los poderes ejecutivos, legislativo y judicial son iguales, pero en la práctica solo el poder ejecutivo tiene a su disposición un ejército que puede hacer cumplir las leyes.
Con el establecimiento de una presidencia imperial, mediante una avalancha de decretos, el presidente Donald Trump está a punto de desencadenar una crisis constitucional inédita en el país. Varios de estos decretos, como el despido de funcionarios y el cierre de agencias cuyo establecimiento ha debido antes aprobar el Congreso, violan distintas leyes. Otros, como la derogación de la ciudadanía por nacimiento, violan la Constitución prima facie. Muchos decretos han sido bloqueados por las cortes a varios niveles, y muchos más van a ser imputados mediante un proceso que demorará meses, si no años, y que consumirá los recursos y el tiempo del Departamento de Justicia, encargado de defender en las cortes a la administración de Trump.
Por su parte, la Casa Blanca ya ha emitido señales de que, al igual que Jackson, va a ignorar las decisiones judiciales y desobedecer a las cortes unilateralmente. El vicepresidente JD Vance, y el ejecutivo de facto, Elon Musk, lo anunciaron en X con una teoría cuasi legal, tan poco seria como peligrosa: «Los jueces no tienen potestad para controlar el poder legítimo del ejecutivo». Pero justo ese es el papel entregado a la rama judicial, según el Artículo III, Sección 2 de la Constitución: controlar y arbitrar los poderes entregados por el Congreso al brazo ejecutivo.
Hay en Estados Unidos antecendentes de mandatarios que ignoraron las decisiones del poder judicial, desde Abraham Lincoln pasando por alto la prohibición de la Corte Suprema de que se llevaran a cabo detenciones arbitrarias durante la Guerra Civil, hasta la célebre declaración de Richard Nixon: «si el presidente hace algo, entonces no es ilegal», un concepto que Trump abrazó en su primer mandato. Sin embargo, Trump nunca llegó a la desobediencia abierta. Se quejaba en las redes sociales y despotricaba contra los jueces, pero su administración cumplió con las decisiones judiciales, a pesar de perder el 78 por ciento de las demandas en su contra.
No obstante, Trump ha regresado con más ímpetu para su segundo mandato, luego de la polémica decisión de la Corte Suprema que le entregó inmunidad absoluta. Dado que la querella sobre la legalidad de la presidencia imperial va a alcanzar sin dudas dicha instancia, el primer magistrado John Roberts seguramente está lamentándose por haber dado rienda suelta a Trump y ahora tener que defender la autoridad y credibilidad de la corte que preside.
Esta crisis constitucional es totalmente innecesaria. Trump podría lograr sus objetivos a través de un Congreso donde goza de una mayoría leal, si bien estrecha. Solo que, tal como dijera el comentarista Ezra Klein en una frase lapidaria, Trump actúa como un rey porque es muy débil para gobernar como un presidente. Los presidentes fuertes y seguros de su mandato popular, dígase Johnson, Reagan u Obama, no han tenido problemas en trabajar y extraer compromisos de un Congreso muchas veces hostil. En cambio, Trump prefiere proyectar una imagen de hombre fuerte, lo que en realidad enmascara una posición débil. Ganó los elecciones por un pequeño margen y su mayoría en el Congreso no es del todo segura, pues bastarían tres votos en contra para perder. Su inseguridad no podría tolerar un nuevo fallo, tal como sucedió cuando intentó derogar el Obamacare y el voto del senador McCain lo impidió, algo que Trump no supo perdonarle.
¿Qué pasa si esta vez Trump decide ignorar las decisiones judiciales, incluso aquellas que provengan de la Corte Suprema? Sin el apoyo del Congreso, que cuenta con la posibilidad del impeachment, los jueces y magistrados tienen pocos recursos. Pueden imponer multas, que serían también ignoradas, e incluso enviar a funcionarios de la administración a la cárcel por desacato, algo que, con el poder de perdón casi absoluto, el presidente neutralizaría.
Las cortes estatales y los gobiernos de estados en desacuerdo con los edictos presidenciales también pueden ofrecer resistencia. Cabe la posibilidad de que estados como Nueva York o California se nieguen en un futuro a obedecer mandatos federales que consideren dañinos y añadan una nueva dimensión a la crisis constitucional. Podrían, por ejemplo, obstaculizar redadas contra emigrantes indocumentados. De hecho, ya California ha anunciado la creación de un fondo para batallar legalmente contra Trump.
Las consecuencias de una desobediencia a gran escala de los designios de las cortes —si Trump, por ejemplo, ordenara no darles certificados de nacimiento a bebés de emigrantes o rehusara cumplir con la orden judicial que ha bloqueado el acceso a información confidencial a la pseudo agencia DOGE— serían catastróficas para el futuro de la república. Con la anuencia de un Congreso servil, el presidente se convertiría en un tirano capaz de abusar de su poder sin consecuencias legales.
La democracia norteamericana es fuerte cuando respeta el compromiso constitucional del balance entre las ramas del poder, pero, al mismo tiempo, ahí reside su debilidad. Los padres fundadores creían que un sistema donde cada institución, ya fuera el poder judicial, el Congreso o la presidencia, cumpliera su papel dentro del gobierno, garantizaría un orden estable contra el partidismo furibundo que consideraban un peligro para la república. Hoy esos padres fundadores no reconocerían un país en el que los congresistas no solo se rinden ante los mandatos caótico y desenfrenado del ejecutivo, sino que cada día expresan mayores y más rotundas pruebas de lealtad.
Si hay algo en lo que los estadounidenses creen fehacientemente es en la excepcionalidad de su país, como si fueran inmunes a los cambios históricos o a la corrupción política. Este sentido de inmunidad tiene su base en la inflexibilidad de la Constitución y la fortaleza de las instituciones de gobierno. Ahora que una presidencia profundamente antidemocrática avanza de manera abierta y acelerada hacia un modelo autocrático, ¿serán capaces los ciudadanos de darse cuenta a tiempo y defender la Constitución que dicen venerar?