A medio año de su segundo mandato, el presidente Donald Trump continúa su marcha demoledora, imponiendo tanto sus prioridades de gobierno como sus caprichos políticos, a menudo pasando sobre fundamentos constitucionales y normas democráticas que hasta hace muy poco se consideraban inviolables. Las dos instituciones destinadas a balancear este desenfreno ejecutivo, el Congreso y la Corte Suprema, se han plegado tan dócil como entusiastamente, en el caso del primero, o lo han avalado tácitamente, en el caso de la segunda. Ante este panorama, muchos se preguntan por qué el único partido opositor —el Demócrata— ha sido hasta ahora tan inoperante para frenar la avalancha trumpista.
La realidad es que poco pueden hacer los demócratas a nivel nacional, atrapados en los procedimientos de un Congreso que da ventajas al partido mayoritario, y obligados a esperar dos años, hasta enero del 2027, si es que ganan las elecciones legislativas de noviembre de2026. Esta situación no es nueva: los republicanos ya dominaron la Presidencia y ambas cámaras del Congreso en el periodo de 2003 a 2007, mientras que los demócratas hicieron lo mismo entre 2009 y 2011. Tampoco extraño que estas mayorías duren poco: los demócratas perdieron 63 escaños en la Cámara de Representantes y seis en el Senado en noviembre del 2010, mientras que los republicanos perdieron 30 congresistas y ocho senadores en 2008. En general, los norteamericanos prefieren un gobierno dividido: en los 80 años desde el fin de la II Guerra Mundial, ha habido apenas 34 años de gobierno unitario, y la mayoría de las veces solo por dos años.
Pese a las apariencias políticas, esta mayoría republicana de cinco escaños en la cámara baja es una de las menores en la historia, y puesto que necesitan 218 votos para dar luz verde a las leyes, solo podrían darse el lujo de perder un par de esos votos. En el Senado, la ventaja también es estrecha, 53 a 47 (incluidos dos senadores independientes que votan con los demócratas), lo cual ya ha obligado al vicepresidente JD Vance a votar seis veces para romper empates, un récord en la era moderna.
Dicha renovación cíclica en la Cámara y el Senado, sumada a la tendencia histórica casi absoluta según la cual los votantes restauran el balance entre las ramas ejecutiva y legislativa, dándole control al partido opositor en la elección siguiente a la presidencial, constituye un buen augurio para los demócratas.
Ello también es, sin dudas, lo que impulsa el ritmo arrollador de la administración Trump, empeñada en obtener el mayor número de victorias para su agenda antes de un cambio en el Congreso. El presidente quiere evitar a toda costa el empantanamiento que ya sufrió en 2019, cuando los demócratas ganaron la Cámara de Representantes por 40 escaños, y no solo frenaron sus planes de gobierno, sino que le aplicaron dos veces el proceso de impeachment. En su contra está una economía que se resiste a remontar (la inflación ha vuelto a crecer) bajo la errática política de aranceles, y aún están por venir las consecuencias de la «Big Beautiful Bill», si bien muchos de sus recortes han sido pospuestos deliberadamente hasta después de los próximos comicios con la intención de evitar un castigo en las urnas. Ese temor a perder las elecciones de medio término se refleja también en el retiro prematuro de varios congresistas republicanos como Mark Green y Don Bacon, así como el senador Thom Tillis.
Este resultado no está garantizado, por supuesto. Los republicanos ya han resuelto su crisis de identidad, mutando de una plataforma institucional conservadora en un partido personalista al servicio de su líder. Ahora son los demócratas quienes se encuentran en una profunda crisis, no solo identitaria, sino de credibilidad.
Las encuestas reflejan ese estado de cosas. Los demócratas han perdido terreno entre grupos que tradicionalmente han constituido su base de poder, especialmente las minorías. La desmoralización en sus filas es amplia, y apenas el 35 por ciento se declara optimista acerca del futuro del partido. En cuanto a la credibilidad, algunas de las quejas más recurrentes entre los votantes es que los políticos demócratas no tienen una visión clara del futuro; se han convertido en el partido defensor del statu quo que dejó atrás a muchos estadounidenses, mientras que su liderazgo se considera anticuado y desconectado de la realidad. Estas quejas coinciden con la visión que la mayoría del público norteamericano tiene del gobierno en general: ineficiente, anquilosado, subordinado a las élites, siempre dispuesto a romper las promesas hechas al hombre común. El 68 por ciento dice que la democracia está rota; una cifra sin dudas alarmante. Los ideólogos y politólogos demócratas, acostumbrados a enfrentar esta desconfianza con una larga lista de recetas tecnocráticas y con ofertas de inversión estatal, tienen que lidiar ahora con una nueva realidad: los votantes —¡80 por ciento!— no quieren soluciones impuestas por políticos en quienes no creen. Quieren, más que nada, ser escuchados.
Ahora mismo crece el número de voces demócratas —figuras tan disímiles como Buttigieg, Sherill, Slotkin, Gallego, Gluesenkamp Perez, junto al decano Bernie Sanders, la pionera de este movimiento, Alexandria Ocasio-Cortez, y la nueva sensación mediática, Zohran Mamdani— que abogan por una agenda pragmática-populista con la cual pueda sentirse identificada la mayor cantidad de votantes de cualquier afiliación política. Sus agendas muestran denominadores comunes que favorecerían una percepción de honestidad: hablar claro sobre los errores y, en tal sentido, romper con las élites partidistas; poner el foco en los llamados «temas de cocina»: las preocupaciones económicas, la desigualdad en los impuestos, las crisis de vivienda y de salud…
Pero hay un rasgo aún más definitorio: el relevo generacional. Las voces más activas dentro del partido no están dispuestas a esperar su turno al mando; lo están reclamando ahora. En tal relevo importan más el carisma, la habilidad mediática, la conexión directa con el votante y la presentación clara de una visión que rompa con preceptos ya escleróticos. Poco importa el pensamiento convencional que pinta, digamos, la figura de Mamdani como tóxica o como blanco fácil de ataques en los medios o en campaña; lo que realmente vale es que Mamdani habla sobre la realidad que enfrentan sus votantes —desigualdad social, altas rentas, deterioro del nivel de vida, la evidencia de un sistema al servicio de la oligarquía— en un lenguaje con el cual la gente se identifica.
Cuatro movimientos han emergido como puntas de lanza en este contexto. El primero, impulsado por los periodistas y analistas políticos Ezra Klein y Derek Thompson, apela a un mantra conocido: «Abundancia». La ambiciosa idea central es generar una prosperidad igualitaria, disminuyendo las regulaciones al crecimiento económico —aunque ello implique abandonar zonas de la ideología demócrata como la protección del medio ambiente o las políticas de igualdad social. Otra vertiente es Majority Democrats, cuyos principales objetivos son el relevo generacional y la renovación de la «gran carpa» demócrata, donde tengan cabida grupos disímiles aunados alrededor de objetivos comunes como la asequibilidad. El tercero es conocido con un nombre poco original: «Project 2029», una obvia referencia al «Project 2025» de la ultraderecha, que ha guiado buena parte de las prioridades de la administración Trump. Y el cuarto se denomina States Forum, que apuesta por las mayores luminarias dentro del desolador panorama demócrata: gobernadores estatales como Josh Shapiro, Andy Beshear, Laura Kelly o Wes Moore. De hecho, estos políticos han presentado algunas de las alternativas más viables al trumpismo. Varios de ellos incluso han triunfado electoralmente en estados de mayoría republicana y muestran récords de gobierno pragmático, aunque no necesariamente moderado, sino más bien combinaciones de visión audaz y liderazgo administrativo.
En la historia política moderna, más de una vez se le ha endilgado a alguno de los dos partidos estadounidenses la etiqueta de «minoría permanente» fuera del poder, y se le ha augurado entonces un futuro electoral sombrío. Pero la historia demuestra que las cosas no son así. En 2012, los republicanos eligieron ir hacia el extremo del populismo trumpista en vez de seguir los análisis que predicaban un movimiento hacia posiciones centristas. Por su parte, los demócratas supieron reagruparse en torno a las carismáticas figuras de Clinton, en 1992, y Obama, en 2008; ambos se presentaron como los rostros del relevo generacional y de la ruptura con la élite del partido, que impulsaba a otros candidatos. El denominador común sugiere una moraleja: la moderación timorata y el retorno al statu quo, ya inefectivo, no es el camino para recapturar el entusiasmo electoral.