Ha pasado más de un mes desde que el gobierno cubano anunciara que dolarizaba y encarecía el acceso a Internet y desde que —como resultado de la medida que busca inyectar divisas a la economía nacional, directamente desde el exilio— los estudiantes universitarios convocaran a un paro para rechazar las medidas de ETECSA, el monopolio de las comunicaciones en el país. En sus manifiestos y asambleas escolares, los estudiantes hablaron de «cambios», «pésimos salarios» y «falta de luz o transporte», es decir, del estado permanente de la vida en la isla. Las cosas, desde entonces, siguen igual: un poco peor para los usuarios que se conectan a internet y para los familiares que recargan sus teléfonos, y un poco mejor para los gobernantes, que en solo 46 días ingresaron 24 millones 839 mil dólares gracias al tarifazo, cuando antes solo obtenían 10 mil diarios, según anunció el primer ministro, Manuel Marrero Cruz, durante una de las sesiones de la X Legislatura de la Asamblea Nacional del Poder Popular (ANPP).
La protesta universitaria —para algunos la más importante en la isla después de las manifestaciones del del 11 de julio de 2021— fue sofocada sin que se cumplieran ninguna de las demandas del estudiantado. Los funcionarios instalaron Internet gratuito en las facultades, pero eso no era lo que los alumnos exigían. El profesor de Filosofía de la Universidad de La Habana, Emilio Basilides Alfonso Hernández, de 24 años, quien acompañó a sus estudiantes durante la confrontación contra ETECSA, asegura que las escuelas cubanas han retomado el ritmo normal de sus actividades. «La vida universitaria, que yo ya percibía como adormecida, pareció animarse brevemente con las recientes protestas. Sin embargo, la rutina y la apatía regresaron pronto», insiste el profesor, quien dice ser un poco «pesimista» al respecto. «Yo pongo en duda que haya habido un antes y un después significativo, tal como suelen decir algunos. Al contrario, sospecho que para los estudiantes la experiencia no fue sino una confirmación de sus decepciones más profundas».
Sobre la educación en Cuba, la situación de estudiantes y profesores, el vacío en las aulas, la emigración y la desilusión con la que viven muchos jóvenes en el país, conversamos con el profesor Alfonso Hernández, quien habla a título propio, no a nombre de la institución a la que pertenece.
En un país fuertemente atravesado por la crisis, con el mayor éxodo migratorio de su historia y mucha desesperanza, ¿cuánto ha mermado la educación universitaria?
Desde mi experiencia, es claro que el nivel de conocimiento con el que muchos jóvenes llegan a la universidad ha disminuido notablemente. Las causas son variadas: la educación previa arrastra una crisis profunda desde hace tiempo. Hay corrupción, los profesores suelen trabajar en condiciones muy difíciles, y los programas de estudio apenas han cambiado en décadas. Además, los requisitos de ingreso suelen ser tan bajos que muchos acceden a la universidad sin una base suficiente. Ya dentro de la institución, el profesor enfrenta dilemas tanto morales como pedagógicos. Muchos estudiantes deben trabajar o lidiar con problemas familiares, agravados por la migración y la necesidad de mantener a los suyos. Otros, simplemente, buscan el título como un pasaporte para emigrar, sin mayor interés por el aprendizaje en sí.
Por parte de los profesores, la situación también es crítica: muchos colegas se han marchado, dejando vacantes que deben cubrirse de cualquier modo, incluso por quienes no dominan las materias. Los sueldos son tan bajos que apenas alcanzan para trasladarse, mientras que los medios públicos de transporte presentan sus propios obstáculos. Y los programas siguen desactualizados, lo que deja a los graduados por debajo de los estándares internacionales y obliga, a quienes buscan ejercer su profesón fuera del país, a formarse por su cuenta en aspectos fundamentales que la universidad no les brindó. El resultado inevitable es que los profesores, presionados por la situación, se ven forzados a ser menos exigentes al evaluar, permitiendo así que muchos estudiantes se gradúen sin la preparación básica que antes se esperaba incluso para acceder a la universidad.

La educación es uno de los llamados pilares de la Revolución, así como la salud o la seguridad social. ¿Cuánto queda de esa idea tal y como fue concebida por el proyecto social cubano?
Durante el proceso revolucionario, la educación no se concibió solo como un objetivo pedagógico, sino sobre todo como una herramienta política. Los logros en este ámbito a menudo se han exagerado, atribuyéndose avances a una tradición educativa que en realidad es mucho más antigua que la revolución misma; aunque no niego que también hubo aciertos.
Hay que recordar que la educación es, en último término, un instrumento: sirve para formar a los individuos según las necesidades de la sociedad que se quiere construir. Así se ha hecho durante décadas, especialmente en las ciencias sociales, donde el adoctrinamiento ha sido manifiesto. El marxismo-leninismo, impuesto como única doctrina aceptable, marcó la vida intelectual no tanto por lo que aporta al conocimiento, sino porque se prohibió cualquier otra alternativa. La exclusividad de una sola idea, siempre negando el pensamiento libre, no es menos dañina que la censura de tiempos pasados.
Esto es preocupante, porque aunque la educación puede ayudar a formar ciudadanos racionales y disciplinados, restringir el pensamiento termina por atrofiar la mente. El individuo solo aprende a esperar lo que se le ordena que espere, convirtiéndose en esclavo de una sola idea. Así, el dogmatismo y el fanatismo sustituyen al pensamiento crítico. Cuando ese dogma cae, lo que queda es una mente insegura y perdida. Esto es, precisamente, el saldo que ha dejado el fracaso evidente del marxismo-leninismo y de su programa socialista. Por eso, la pluralidad de ideas está ausente en la educación cubana: el poder teme el pensamiento libre y lo protege a costa de suprimir el debate. El resultado es que parte del conocimiento permanece oculto o censurado, por puro miedo a la verdad.
Solamente en los últimos cinco años el país ha vivido un gran éxodo, una pandemia, un 11 de julio y ha producido movimientos de resistencia cívica (Movimiento San Isidro, 27N, protesta de ETECSA). ¿Son iguales las aulas cubanas ahora que antes? ¿Cómo se enfrentan estas realidades al interior de un aula?
Las aulas de hoy son muy distintas de las aulas de antes. Los estudiantes, rodeados por una crisis social y económica profunda, tienen acceso a más información y comprenden bien la realidad en la que viven. Ya no hay espacio para la simulación, y la mayoría de los profesores tampoco pretenden engañar a nadie; sería inútil intentarlo, pues la verdad se hace demasiado evidente.
Sin embargo, falta una verdadera vida intelectual en clase. Los debates francos sobre los problemas actuales, donde se reconozca la responsabilidad de otros actores además de los habituales «culpables», simplemente no ocurren. El aula es como un pequeño mundo cerrado, típicamente cubano, donde todos saben qué sucede realmente, pero prefieren no decirlo en voz alta. Hay un acuerdo implícito en no llevar estos asuntos más allá de la puerta. Mostrar abiertamente lo que se piensa sería peligroso, así que nadie discute ni trata de convencer a los demás. Todos conocen los papeles de cada uno; todo el mundo sabe, pero nadie lo dice.
Podría decirse que el interior de las aulas forma parte casi de un universal platónico eminentemente cubano: «lo interior». El interior de un aula cumple con lo que implica esa interioridad: los problemas y los culpables se conocen, se saben, incluso se comentan. Pero hay un acuerdo tácito de no romper esa interioridad. Nadie exterioriza, ni lo hace público. Supongo que el universal de «lo exterior» es correlativo a represión. Pero bueno, no, el profesor hoy no intenta convencer a los estudiantes, ni los estudiantes al profesor. Aquí todo el mundo sabe quién es quién, como diría cierta canción.
¿Hay mucha desilusión, escepticismo?
Es fácil entender por qué muchos jóvenes cubanos no ven en la obtención de un título universitario el fin último de sus aspiraciones. Sus verdaderos deseos tienen que ver más con lograr una vida mejor que con el éxito académico en sí. Sería injusto culparlos por esto; después de todo, buscar la felicidad es una inclinación natural en todos nosotros, aunque en las circunstancias actuales resulte especialmente complicado. Por eso, es lógico que busquen oportunidades en otros lugares. No todos pueden permitirse esperar varios años para acabar una carrera, y trabajar en otro país tampoco es sencillo, sobre todo viniendo de fuera. Además, vivimos en tiempos donde se valora la especialización extrema, lo que hace aún más difícil destacar. Así, no es raro que los jóvenes se desanimen. En su lugar, yo tampoco lo vería diferente. Cuesta encontrarle sentido a dedicar la juventud al estudio si al terminarlo resulta casi imposible ganarse la vida dignamente. Para muchos, seguir en la universidad parece, más que nada, una pérdida de tiempo y esfuerzo.
Sabemos que, llegada una edad en Cuba, pasados los veinte, muchos jóvenes aspiran a salir del país. ¿Qué sucede con los profesionales que forma la universidad cubana, una vez graduados?
Hoy en día, casi desde el nacimiento, muchos cubanos crecen con la idea de que el futuro probablemente se encuentra fuera de su país, pues sus propios padres ya viven pensando en posibilidades más allá de las fronteras. Pasados los veinte años, este deseo de marcharse suele volverse una decisión firme. En cuanto a la idea de servir al país, conviene aclarar qué se quiere decir exactamente. Me da la impresión de que, en la práctica, nos referimos a cuestiones de ser útil al gobierno, más que a la sociedad en general.
Aunque pueda parecer sorprendente, la experiencia sugiere que al gobierno cubano le importa poco retener a sus mejores profesionales; de lo contrario, veríamos medidas concretas para evitar su marcha. Por eso, quienes de verdad acaban trabajando para el Estado suelen ser pocos, y la mayoría lo hace no por vocación sino porque no tienen alternativas y no les queda más remedio.

¿Qué cambios deberían haber para que el estudiante cubano no entienda que sólo hay futuro afuera?
Creo que la respuesta a esta cuestión es bastante simple. Para que una persona pueda ser feliz y trabajar con verdadero entusiasmo, necesita un entorno adecuado. No sé exactamente todos los elementos necesarios, pero sí estoy seguro de que sin libertad, independencia y respeto —no solo en el plano de las ideas, sino también en lo material y lo económico—, ese bienestar es imposible. Como cualquier ser humano, los cubanos tienen derecho a buscar la felicidad y a dedicarse a lo que aman de manera genuina. Sin embargo, la realidad actual se parece mucho a esos paisajes áridos y tristes de las películas de Sergio Leone: hay violencia, pobreza y una profunda sensación de pérdida. Solo queda esperar que, algún día, esta situación dé lugar a una vida más plena y digna.