Cualquiera que sea el resultado electoral el próximo 5 de noviembre, algo está claro: Donald Trump no aceptará una derrota. Lo que pase después podría poner a prueba la democracia norteamericana aún más que la fallida rebelión del 6 de enero del 2021 mediante la cual intentó perpetuarse en el poder.
Quizá la conclusión más importante del debate fue el contraste entre dos vertientes populistas, la económica progresista y la nativista cristiana, que ya se han encontrado varias veces en la historia norteamericana.
Sospechas que ha llegado la primera hora del castigo para los agentes del régimen; que al fin le toca al exilio cubano saborear el plato frío de su revancha, una tan dulce como inesperada.
El analista Harry Enten, de CNN, acaba de demostrar, basado en encuestas, que los votantes indecisos en este ciclo solo representan un cuatro por ciento del electorado, menos que en cualquier otro momento de la historia. El porqué es claro: Donald Trump.
Como un pugilista que ha estudiado bien las tácticas y las debilidades de su rival, Harris ejecutó su plan a la perfección: sacar de quicio al expresidente provocándolo con temas que afectan su frágil ego a fin de empujarlo a la irritación y la rabia.
Una de las obsesiones del presidente Trump es ser reconocido como un pacificador, es decir, un negociador capaz como nadie de mediar en conflictos a nivel global y de traer una nueva Pax Americana. No es un secreto su obsesión por ganar el premio Nobel de la Paz; especialmente porque cree que le fue entregado a Obama sin merecerlo.