Lo conseguido por los dos países es un viejo anhelo del gobierno cubano, el establishment de la isla lo vitorea, pero en las calles, muchos no saben si alegrarse o llorar.
La de Trump es la victoria de lo estridente sobre lo rutilante. Así que, mientras más estrellas de Hollywood, más intelectuales, más progresistas de fuste se dedicaban a defenestrarlo, más se incubaba el voto sañudo de un proletariado que, entre una emancipación hipotética y una explotación segura, ha optado por esta última.
En lo que va de 2016, al menos 46,000 cubanos han logrado fugarse de la Isla. Y aunque hasta el momento, la actual administración de la Casa Blanca no tiene planes de modificar la política migratoria con respecto a Cuba, quien pretende irse del país escucha los discursos con escepticismo y desconfianza.
La causa de la independencia fue cínicamente corrompida por el rampante oportunismo de quienes la esgrimieron, y aún lo hacen, repetidamente, para justificar su permanencia en el poder y la falta de libertades públicas. La independencia se convirtió en el discurso político cubano en un fin en sí misma, en una cuestión de orgullo nacional, un principio existencial, una obsesión, y no, como obviamente debería ser, un instrumento, la condición inicial que les permitiría a los cubanos, sin interferencia o imposiciones de otro país, conseguir una vida mejor.
Lo que Estados Unidos derrotó en Cuba, con la generosa contribución de Fidel, Raúl y sus adláteres, fue la posibilidad, que la revolución de 1959 creó, y muy pronto fue destruida, de una nación que fuera, todo a la vez, qué enormidad, independiente, democrática, igualitaria y próspera.
Una de las obsesiones del presidente Trump es ser reconocido como un pacificador, es decir, un negociador capaz como nadie de mediar en conflictos a nivel global y de traer una nueva Pax Americana. No es un secreto su obsesión por ganar el premio Nobel de la Paz; especialmente porque cree que le fue entregado a Obama sin merecerlo.