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Gambito de Dama

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En el primer capítulo, el conserje de un orfanato enseña a jugar ajedrez a una niña prodigio llamada Beth Harmon. Estamos en un pueblo estadounidense a mitad de los años cincuenta. A partir de ahí, The Queen´s Gambit, la miniserie de Netflix, pasa por Lexington, Ciudad de México, New York, Paris y, finalmente, Moscú. Son los años de la Guerra Fría y Harmon sigue un recorrido inverso al tráfico político. Avanza del Oeste al Este, del mundo liberal al mundo totalitario, de la pradera a la jaula.

Es la dirección correcta del juego, el ajedrez fue completamente ruso desde la Segunda Guerra Mundial hasta las caídas de las Torres Gemelas, y Harmon maneja únicamente el auto de su obsesión, de ahí que termine en un parque moscovita, sonriente y plena, rodeada de ancianos aficionados, jugadores comunes que la agasajan y la invitan a una partida de ocasión.

Minutos antes, Harmon ha derrotado a Vasily Borgov, el hombre fuerte de la armada soviética, y se ha proclamado campeona del mundo, o algo así. Sus amigos neoyorquinos la han ayudado, la fatalidad de haber tenido una madre suicida ha sido superado, las dificultades han quedado atrás y la celebración ocurre del otro lado de la Cortina de Hierro.

Los viejecillos que rodean a Harmon conocen el horror de la guerra y el espanto del comunismo. Es una cuña de final feliz gringo en una locación del socialismo real, donde las películas de corte melodramático solían terminar con el protagonista corriendo por un campo de trigo, atravesado por un proyectil en el plano final, justo antes de que corrieran los créditos. Son los rostros de dos ideologías enfrentadas. Por un lado, el individuo debe saber que el éxito depende de él, no hay nada que no esté a su alcance, la vida se trata de superación personal. Por el otro, el pueblo heroico debe acostumbrarse a la presencia de la desgracia, el presente como sacrificio perpetuo, como jaque continuo.

The Queen´s Gambit está basada en la novela homónima de Walter Tevis, publicada en 1983. Harmon, una chica superdotada, bebe alcohol en cantidades industriales y toma vitaminas para que la disposición del tablero y las piezas adquieran en su mente la claridad espacial adecuada, una suerte de epifanía dibujada en el techo que le permite desplegar al límite su imponente capacidad de cálculo y su intuición. Estos añadidos, el alcohol, las vitaminas, el altísimo porcentaje de victorias de Harmon, su candoroso desconocimiento de los rivales, algunos gestos bruscos o teatrales de los contrincantes, buscan acelerar la carga dramática de la trama, traducir el lenguaje abstracto del ajedrez, su configuración intemporal, a las convenciones de la televisión y el entretenimiento, pero diluyen o directamente traicionan algunas verdades esenciales del juego.

En realidad, el sentido trágico del ajedrez, la manera en que destroza los nervios y agota las capacidades físicas e intelectuales de los jugadores de élite, y de algunos que no lo son, tiene expresiones mucho más sutiles e indescifrables, que habría que dibujar con trazos casi imperceptibles, sin las convenciones del mundo concreto. No alcohol, no drogas que estimulen alguna capacidad cognitiva, menos triunfos, mucho esfuerzo, voluntad enfermiza.

¿Qué jugadores verdaderos hay detrás del personaje de Harmon? Uno diría que en Harmon se encuentran ciertas gotas del arte esquizoide de Paul Morphy y algo del carácter avasallador de Bobby Fischer. Ligeramente modificadas, hay en The Queen´s Gambit partidas inmortales que pertenecen al propio Morphy, a Vasily Ivanchuck o a Richard Réti. Sin embargo, por su destreza técnica, su aguda comprensión posicional y la aparente sencillez de sus combinaciones magistrales, quizá el juego de Harmon esté más cerca del estilo de José Raúl Capablanca que de las características de cualquier otro gran maestro de la historia. De hecho, cuando Harmon sale del orfanato, una de las profesoras de su secundaria le sugiere que lea My Chess Career, libro emblemático del genio cubano. Ni Harmon ni Capablanca derraman la sangre del rival. Ambos aniquilan con un bisturí.

También en la furia y la armonía de Harmon hay algo de la quietud constrictora de Anatoli Karpov, de quien Vladimir Kramnik, igualmente excampeón del mundo, dijo: «…cuando tenía ventaja, empezaba a quedarse quieto, ¡y su ventaja aumentaba! En mi opinión, nadie antes ni después ha conseguido hacer lo mismo; no entiendo cómo es posible. Ese componente de su juego siempre me ha asombrado y cautivado. Cuando parecía que había llegado el momento de lanzar un ataque decisivo, el tipo jugaba a3, h3, y la posición de su rival se desmoronaba».

Carlos Manuel Álvarez

Bebedor de absenta. Grafitero del Word. Nada encuentra más exquisito que los manjares de la carestía: los caramelos de la bodega, los espaguetis recalentados, la pizza de cinco pesos. Leyó un Hamlet apócrifo más impactante que el original de Shakeaspeare, con frases como esta, que repite como un mantra: «la hora de la sangre ha de llegar, o yo no valgo nada». Cree solo en dos cosas: la audacia de los primeros bates y la soledad del center field.