En el argot político norteamericano hay una frase que define el empleo de la fuerza militar como distracción en momentos de baja popularidad: «wag the dog». Derivada del refrán «la cola meneando al perro», alude a cuando se exagera la importancia de un tópico para dominar la totalidad del discurso político, en particular debido a la tendencia del público a apoyar al gobierno en caso de guerra. Este recurso ha sido empleado por presidentes de ambos partidos; notablemente, Bush padre al ordenar la invasión de Kuwait en medio de la recesión que terminaría con su mandato, y Bill Clinton, que intervino en Serbia durante su impeachment por el escándalo Lewinsky.
Ahora le ha tocado el turno a Donald Trump, quien ordenó el bombardeo sobre instalaciones nucleares en Irán; algo que se esperaba una vez que Israel inició su propia campaña bélica contra la nación persa. El presidente norteamericano rompió así una de las promesas de campaña más importantes que le había hecho a su base de apoyo MAGA, al asegurar que su presidencia acabaría con las «guerras sin fin» y que solo él podría usar sus dotes de negociador para poner fin al conflicto entre Rusia y Ucrania («terminará incluso antes de que tome posesión en enero»») y la campaña de ocupación de Israel en Palestina. Incapaz de mantener estas promesas a seis meses de ocupar la Casa Blanca, Trump ha actuado con su característico estilo caótico; secundó inmediatamente la orden de bombardeo con un anuncio de cese al fuego y una frenética avalancha de posts en Truth Social, su forma favorita de conducir la diplomacia, alternando entre felicitaciones a sí mismo y recriminaciones y amenazas a Israel e Irán. Estos posts han incluido frases difícil de creer que vengan de un presidente estadounidense, como «Dios bendiga a Irán» y «Ha sido mi gran honor facilitar la venta de petróleo iraní a China» —lo cual aparentemente violaría las sanciones impuestas a Teherán por el Congreso— y, especialmente, «¿Por qué no un cambio de régimen? MIGA! Make Iran Great Again», que también ha creado revuelo entre los partidarios del aislacionismo norteamericano.
Este episodio, que continúa dada la precariedad del alto al fuego, ha dejado una impresión de farsa política, sobre todo por la revelación de que Irán había informado a Estados Unidos sobre sus planes de atacar una base norteamericana en Qatar como represalia y por la filtración de un informe preliminar de inteligencia cuyas conclusiones indican que las instalaciones nucleares iraníes no fueron destruidas y que el uranio enriquecido habría sido trasladado antes de los ataques. La opinión pública también ha asestado un revés al presidente; según encuestas, la mayoría de los estadounidenses desaprueba la decisión de involucrar al país en otra guerra en Oriente Medio.
El gobierno de Trump continúa siendo caótico e impredecible, con una aglomeración tan frenética de hechos que cuesta trabajo discernir hilos conductores, objetivos claros o implicaciones para el futuro. Pero este episodio —en particular por la ruptura de su promesa electoral— y en general la actuación del presidente hasta este momento, llevarían a dos conclusiones. La primera es que quizá estemos viendo la aparición de grietas significativas en la alianza MAGA. Uno de los pilares de esta alianza es el principio de «America First» («América Primero»), que apuntala tanto acciones económicas (por ejemplo, la imposición de aranceles) como una política exterior basada en el aislacionismo, la eliminación de la ayuda externa, el rechazo a la postura de Washington como garante del orden mundial y protagonista de las guerras sin fin de las tres últimas décadas. Los proponentes de America First, incluidos el ideólogo Steve Bannon y el presentador Tucker Carlson, contrastan con los neocons y los halcones que dominaron la política exterior en los anteriores gobiernos republicanos. Bannon y la congresista republicana por Georgia, Marjorie Taylor Greene, han sido hasta ahora los más prominentes críticos del giro guerrerista de Trump, pero hay suficientes signos de descontento entre la base como para que el mandatario haya echado para atrás sus pronunciamientos sobre el cambio de régimen. Otra grieta tendría que ver con la legalidad del ataque a Irán, el cual no fue aprobado por el Congreso; de manera que podría haber violado la ley de War Powers («poderes de guerra») y la propia Constitución. Muchos demócratas han denunciado tal inconstitucionalidad, pero también, significativamente, varios republicanos, como los congresistas Massie y Davidson. El corolario sería que la incondicionalidad del apoyo a Trump entre su base tiene límites, y estas tensiones podrían exacerbarse si, por ejemplo, Israel continúa con su objetivo de defenestrar al gobierno iraní.
La segunda y más preocupante conclusión apuntaría a un giro global hacia la proliferación nuclear, algo inimaginable décadas atrás, cuando Estados Unidos usaba su poderío diplomático, económico y militar para convencer tanto a enemigos como aliados de renunciar a sus programas de armamento nuclear mediante promesas económicas o de defensa. El exsecretario de Estado Anthony Blinken ha contrastado el ataque de Trump a Irán con el acuerdo logrado por los países europeos y la administración de Obama en 2015; hizo notar que Irán, incentivado diplomática y económicamente, no desarrolló armas nucleares bajo ese tratado. El diplomático consideró que Trump estaba, de hecho, «tratando de apagar un fuego al que le echó gasolina» cuando rechazara unilateralmente aquel acuerdo.
En un importante artículo publicado en The Washington Post, los analistas Korda, Wolfsthal y Kristensen, de la Federación de Científicos Americanos, señalan dos razones por las cuales el bombardeo contra Irán podría resultar en otra carrera armamentista nuclear. La primera lección sería clara: el único modo de evitar un ataque es tener armas nucleares. No solamente Irán, sino adversarios regionales como Arabia Saudita o Turquía, que tienen la capacidad tecnológica y económica, podrían concluir que la mejor garantía de supervivencia está en obtener su propio arsenal nuclear. Un ejemplo evidente es Israel, que desarrolló su capacidad nuclear en secreto, bajo sanciones y con la oposición de la comunidad internacional; hasta el punto de que aún hoy Tel Aviv no reconoce públicamente que posee armas nucleares. Otra lección apuntaría a Ucrania, que renunció a sus armas nucleares tras una promesa de seguridad avalada por Estados Unidos. Vista la agresión por parte de Rusia y la tibieza del gobierno de Trump, es muy probable que países como Taiwán o Corea del Sur decidan que un arsenal nuclear es mejor garantía que las promesas de un gobierno norteamericano inclinado al aislacionismo. El mismo cálculo podría hacer Europa, donde Alemania y otras naciones como Polonia o Finlandia están preocupados por la hostilidad de Trump hacia la OTAN. El resultado sería una duplicación de los estados en posesión de armamento nuclear, con la consiguiente fragilidad de la paz mundial.
Una de las obsesiones del presidente Trump es ser reconocido como un pacificador, es decir, un negociador capaz como nadie de mediar en conflictos a nivel global y de traer una nueva Pax Americana. No es un secreto su obsesión por ganar el premio Nobel de la Paz; especialmente porque cree que le fue entregado a Obama sin merecerlo. (Para ser justos, Trump probablemente lo merecería por los Acuerdos de Abraham). Sería tan irónico como preocupante que parte de su legado fuera un mundo más inestable, con nuevos focos de conflicto nuclear.