Un huracán, un poblado y tres mujeres

    Todavía calentaba el sol de la mañana cuando las autoridades locales le dijeron a Marjoly Charón que podía evacuarse junto a su familia. El huracán Rafael, de acuerdo a los pronósticos, entraría en unas horas por el occidente del país y Alquízar, un municipio mayormente rural y de no más de 33 mil habitantes, ubicado al sur de la provincia Artemisa, iba ser de los primeros en sufrir su paso. En el centro del pueblo, donde la mayoría de las casas son de mampostería, habilitaron una escuela como refugio para aquellos cuyas viviendas, seguramente, no soportarían los vientos que se aproximaban.

    «Muchas gracias, pero no nos vamos a evacuar. Es una decisión difícil, pero más difícil es dejar atrás nuestras cosas. Aquí somos pobres y nos da dolor perder lo poco que tenemos», dijo Marjoly.

    Como la mayoría de las casas de su poblado, ubicado a un kilómetro del centro de Alquízar, la de Marjorly está hecha de madera y tejas de fibrocemento. Allí vive con sus dos hijos, uno de 21 años y otro de 26, y su hija menor, de diez. Uno de ellos, el mayor, fue quien le recomendó que se refugiara con la niña en casa de una vecina. Si la casa no resistía, ellos podían escapar. La madre, no; desde hace una década sufre una enfermedad en la columna vertebral que le provoca dolores permanentes y la ha obligado a andar con la ayuda de un bastón. Los muchachos, por su parte, se quedarían a proteger las pocas pertenencias de la familia.

    A pocos metros, siguiendo uno de los tantos caminos de tierra que comunican las viviendas del poblado, Aniuska Oramas estaba preocupada por su hija y su nieta, que apenas tres días antes llegaron a casa desde el hospital materno infantil. La casa, pensó entonces, resistiría los embates del huracán. Aunque no era precisamente muy sólida, ninguno de los tantos ciclones tropicales que le tocó vivir hasta entonces la había afectado como para que la familia tuviera que evacuarse. Sin embargo, un «no sé qué», «algo» que ni siquiera ella puede explicar, le hizo pensar que esta vez, quizás, fuera distinto. Por eso se refugió con su familia, como muchos otros, en la casa de mampostería de un vecino.

    Imagen del paso del huracán Rafael por Alquízar, Artemisa / Foto: Sarais González

    La casa de Sarais González, aunque no era toda de ladrillo y cemento, sí podía contarse entre las viviendas más «fuertes» del poblado. De hecho, lo más débil de su estructura era el techo, casi todo de tejas excepto la parte que cubría la cocina, hecha de planchas de zinc. Ella y su esposo se sentían seguros. Pasarían el huracán allí, junto a sus dos hijos, una de 19 años y un pequeño de ocho meses. Lo difícil, pensó Sarais, vendría al día siguiente, cuando muchos vecinos amanecieran sin hogar, el poblado se quedara a oscuras al menos una semana y la comida escaseara, como ha sucedido siempre que un ciclón pasa cerca de Alquízar.

    Rafael es el tercer huracán que ha afectado a la isla en lo que va de año, después de Helene y Óscar, y el primero en mucho tiempo en atravesar el oeste del país de costa a costa. Cuando se supo que tocaría tierra con categoría tres (escala Saffir-Simpson), las autoridades del país se apresuraron a cerrar los aeropuertos de la zona occidental y a suspender las actividades escolares y el escaso transporte público. Solo en la provincia de Sancti Spíritus, ubicada en la zona central, donde se suponía que solo las lluvias de las bandas de alimentación de Rafael afectarían a la población, fueron evacuadas cerca de 11 mil personas. En La Habana, la cifra de evacuados superó los 50 mil. La llegada de Rafael fue, además, la última de una serie de calamidades que en cosa de un mes han vivido los cubanos: desde mediados de octubre el gobierno reconoció la extrema gravedad de la crisis energética en Cuba y millones de personas estuvieron sin fluido eléctrico durante más de 72 horas, a lo que se sumó el paso por la zona oriental del huracán Óscar, que dejó un saldo de al menos ocho fallecidos.

    La fuerza de Rafael comenzó a sentirse sobre las cinco de la tarde. El cielo se cerró de nubes negras y el diluvio que le siguió apenas permitía ver. Lo peor, sin embargo, fue el viento. Así se mantuvo el clima en Alquízar durante unas dos horas. Marjoly Charón, desde la ventana de casa de la vecina, rezó pos sus dos hijos varones. Vio su casa moverse peligrosamente hacia un lado, como los árboles y las palmeras de alrededor, y por un momento pensó que resistiría. De pronto, la casa se inclinó un poco más, demasiado. Por la calle pasaron disparados docenas de objetos que alguna vez estuvieron acomodados dentro de un hogar. Los árboles grandes comenzaron a ceder, los medianos volaban a merced del viento. Una parte del techo de su casa, finalmente, se desprendió. El huracán se la llevó sin rumbo. Marjoly pegó un grito, salió con su bastón al portal de la vecina y llamó a sus dos hijos hasta rasgarse la voz. Segundos antes de que la vivienda se derrumbara, sus hijos salieron y corrieron hacia ella. Desde la ventana de la vecina, como si estuviera frente a un televisor, Marjoly vio cómo lo perdía todo. Muy cerca de allí, Aniuska Oramas y su hija contemplaban una escena similar.

    Pese a ser de las viviendas más «fuertes» del poblado, la casa de Sarais González, cedió en parte al huracán. Las rachas de viento superaban en ese instante los 180 kilómetros por hora. El techo de zinc de la cocina fue lo primero en desprenderse. Al principio solo se dobló lentamente, como el extremo de una lata de conservas abierta. Luego, desapareció y el aire huracanado se coló en la casa. Sarais y su esposo corrieron al cuarto y metieron a los niños en el clóset. Después entraron ellos, no sin antes asegurar la puerta con la cama. El niño de ocho meses lloraba, Sarais también. Afuera se oía el batir de la tormenta y golpes fuertes. No salieron hasta que solo escucharon la lluvia.

    Dejó de llover con fuerza en la noche. En la mañana del 7 de noviembre todo el poblado se asomó para ver los destrozos y vestigios del huracán. Muchos tenían la esperanza de poder recuperar alguna pertenencia. Encontraron los trillos vueltos imposibles fanguizales de tierra colorada, las casas en el suelo, muchos objetos personales a varios metros de distancia, entre los despojos de lo que fueron arboledas.

    ***

    Marjoly Charón:

    «Mi casa tuvo un derrumbe total. Todo se me echó a perder: cama, comida, refrigerador, televisor, ropa, todo. Estoy a la intemperie. En la comunidad somos bastantes casas así, otras sufrieron derrumbes parciales. Pero la cosa está dura para todo el mundo. ¿Albergue? ¿Dónde? Aquí todavía nadie ha dicho nada de eso. Una vecina me dijo que podíamos quedarnos con ella, pero aquí no hay albergue ni comida. Hay que ver qué se hace. Estamos viendo ahora cómo armamos una casita para meternos, porque no queremos abusar de la confianza de los vecinos. Un “vara en tierra”. Lo vamos a hacer con los escombros que nos dejó el huracán. En estos momentos me siento como desnuda».

    Aniuska Oramas:

    «Esto es terrible. No tengo palabras ni ganas de decir nada. Todo se me mojó. Perdimos hasta la canastilla del niño. Ahora me avisaron que mi otra hija, la que está embarazada, anda con dolores. Quizás sea del estrés de esta situación, no sé. Espero que sea eso. Cuando esa criatura nazca, ¿qué va a encontrar? Se me cayó el techo, lo perdí todo y no sé qué hacer. Y no hay nada de nada. La bodega de acá se la llevó el huracán y los mandados también. El almacén de Alquízar, donde están los víveres, perdió el techo completico y toda la comida se mojó. No sabemos qué rumbo va a coger. No hay electricidad y ahorita me quedo sin carga en el teléfono para comunicarme con mi hija».

    Sarais González:

    «Todavía estoy en shock. Lo que vivimos fue desastroso. Todas las matas están regadas por ahí, arrancadas de raíz. Las casas que no están en el piso, perdieron el techo. Yo perdí el techo de zinc y se me partieron todas las tejas de la sala, el cuarto y el baño. Pero es que las casas buenas también las acabó. Los que teníamos casas más o menos en buen estado pensamos que íbamos a soportar, pero ni las que tienen placa aguantaron. La de mi madre, que es de placa, perdió un pedazo de techo y el muro de enfrente. El daño mayor, en mi caso, fue en la cocina. Se mojaron la olla arrocera, el televisor, el refrigerador, muchas cosas. Estoy esperando a ver si con el sol se les va la humedad. Ojalá que algo me funcione, aunque ahora mismo no podré usar los equipos. La situación respecto a la comida está compleja hace rato e imagino que con esto se vuelva más compleja. Y la Empresa Eléctrica, aunque trate de ayudar, no va a poder. Las afectaciones son demasiadas. Todos los postes eléctricos, los transformadores y los cables están en el piso. Vamos a pasar mucho tiempo sin corriente. No pensamos que esto sería así. Ahora el panorama es terrible. Todos están salvando lo poquito que les quedó, viendo dónde se meten para ver qué hacer después».

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    Darío Alejandro Alemán
    Darío Alejandro Alemán
    Nació en La Habana en 1994. Periodista y editor. Ha colaborado en varios medios nacionales e internacionales.

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