Deriva y naufragio de la industria musical cubana

    En un apartamento discreto del oeste de La Habana, un productor afina los niveles de una mezcla en Pro Tools. Usa monitores importados, una interfaz de audio profesional y un micrófono que llegó desde Panamá gracias a un encargo. La sesión —un tema de reparto— está por terminarse. En cuanto quede lista la enviará por WeTransfer a un contacto en Miami, que se encargará de subirla a las plataformas y gestionar el split de regalías. Afuera hace calor, pero dentro del estudio todo está calibrado al milímetro: compresión, ganancia, tiempo de entrega.

    No es un caso aislado, sino parte de un fenómeno que ya dejó de ser marginal. Por fuera del sistema estatal ha crecido una red paralela de estudios privados; muchos con equipos de alta gama y un manejo técnico competitivo. Lo que les falta —porque el país no lo garantiza— es un marco legal para operar, acceso directo a las redes de distribución digital y estabilidad financiera para pensar a largo plazo.

    Sin embargo, desde estudios como este, cada semana se produce buena parte de la música que define el sonido contemporáneo de Cuba. Creaciones hechas al margen, impulsadas por redes transnacionales, distribuidas desde la diáspora y monetizadas con ingenio.

    ¿Existe, entonces, una industria musical cubana?

    Hablar de industria no es hablar de talento, ni de tradición, ni siquiera de producción. Una industria musical, en su sentido más básico, es un sistema capaz de convertir la creación sonora en un bien cultural y económico. Supone la existencia de condiciones mínimas: infraestructura técnica, leyes claras, propiedad intelectual protegida, canales de distribución funcionales, plataformas de monetización, representación profesional, inversión y acceso a mercados.

    No se trata de que todos los artistas triunfen, sino de que el ecosistema no los condene de antemano: que grabar un tema, subirlo a plataformas, presentarlo en vivo, cobrar regalías y construir una carrera no dependa de favores, atajos ni subsidios volátiles.

    En Cuba, sin embargo, hablar de «industria» ha sido durante años más una fórmula discursiva que una realidad estructural. Sí ha existido institucionalidad —el Ministerio de Cultura, la EGREM, la red de Casas de la Música, el sistema de enseñanza artística—, pero no una industria propiamente dicha. Lo que hay es un aparato estatal que se asumió como único mediador entre los músicos y el público, y que, al centralizar todos los procesos, impidió el desarrollo de un ecosistema diverso, dinámico y autosostenible.

    Durante la primera mitad del siglo XX, Cuba desarrolló una de las industrias musicales más sólidas y sofisticadas de América Latina. Sellos como Panart, Puchito o Gema grababan artistas locales y exportaban sus discos a toda la región. En La Habana funcionaban emisoras de radio con programación especializada, estudios con tecnología de punta, editoriales de partituras y una vibrante escena de espectáculos que conectaba a los músicos con teatros, cabarés, disqueras y medios impresos.

    Era un sistema imperfecto, marcado por el racismo estructural, la desigualdad social y la dependencia del capital extranjero. Pero era una industria: generaba valor, exportaba talento y se sostenía en el mercado.

    La Revolución de 1959 desmanteló ese modelo y lo reemplazó por una lógica cultural estatalizada. Bajo la nueva política, todo el circuito musical fue nacionalizado: nacieron instituciones como el ICAIC, la EGREM y el Instituto Cubano de la Música, que asumieron la producción, difusión y promoción artísticas como parte de un proyecto ideológico de nación. Se masificó la enseñanza artística, se creó una red de Casas de Cultura y se garantizó un salario estatal para los músicos. Así, la música dejó de ser una mercancía para convertirse en emblema del llamado socialismo cubano: una expresión del pueblo, integrada al imaginario de la Revolución.

    Ese impulso estatal permitió profesionalizar a generaciones de artistas, preservar repertorios tradicionales, sostener orquestas sinfónicas y grabar a músicos que, bajo la lógica del mercado, nunca habrían pisado un estudio. Pero el costo fue alto. Se quebró el vínculo entre creación y sostenibilidad económica, la figura del empresario musical desapareció, la circulación de la música se volvió burocrática, y se impuso una visión oficial que dictaba qué géneros, letras y voces eran válidas. En nombre de una cultura ajena al mercado, se clausuró la posibilidad misma de construir una industria.

    La caída del campo socialista a inicios de los años noventa fracturó el andamiaje cultural cubano. Con el fin de los subsidios, el Estado perdió la capacidad para sostener salarios artísticos, producir discos, financiar giras o mantener salas de conciertos. La institucionalidad sobrevivió, pero vaciada de recursos y sentido. Emergieron escenas paralelas en estudios caseros, barrios y circuitos informales de grabación y difusión que operaban al margen del Estado.

    Años más tarde, con la lenta pero inevitable incorporación de Cuba al mundo digital, el Paquete Semanal se convirtió en una plataforma informal clave para distribuir música. Mientras el resto del planeta se volcaba al streaming, en la isla persistía la ausencia de internet estable, pasarelas de pago, contratos inteligentes y representación legal internacional.

    En ese vacío institucional surgieron nuevos protagonistas. La escena del reguetón —y especialmente el reparto— tejió desde la informalidad una red ágil y eficaz de producción y circulación musical. Estudios bien equipados, alianzas con sellos extranjeros, estrategias digitales, giras financiadas por la diáspora: un ecosistema alternativo que nació, no del apoyo estatal, sino del ingenio y la urgencia.

    Uno de los casos más reveladores es el de Dj Conds, exitoso productor radicado en Estados Unidos, convertido en uno de los arquitectos del sonido cubano actual sin haber puesto un pie en la isla durante años. También destacan compañías como Dboutic Music, Plus Media o Planet Records, que han tejido redes para conectar a los artistas cubanos con plataformas digitales y escenarios internacionales.

    Muchos de estos músicos no tienen estudios académicos ni avales institucionales. Son en su mayoría jóvenes racializados, de barrios periféricos, sin capital inicial, pero con oído absoluto para el género. No es un detalle menor: el reparto —como antes el reguetón, el rapla rumba o el son— ha sido un espacio de agencia para juventudes excluidas del canon oficial. No porque fueran ajenas al sistema cultural cubano, sino porque han tenido que inventar, desde fuera, sus propias formas de legitimidad.

    En una institucionalidad que sigue privilegiando los repertorios de conservatorio y las figuras consagradas del patrimonio, los artistas emergentes, autodidactas o populares rara vez encuentran reconocimiento o respaldo. Así que lo hacen por su cuenta: graban en casa, bailan en los barrios, circulan por las redes.

    Las instituciones estatales siguen repitiendo mantras como «rescate patrimonial», «desarrollo cultural» o «potenciación de la industria», pero carecen de políticas públicas que acompañen realmente la producción contemporánea. El marco legal es obsoleto; no hay incentivos fiscales ni mecanismos de protección para quienes intentan emprender en el sector. El Estado quiere su crédito, pero no trae el beat; no está en la sesión y tampoco cubre la gira.

    Tras años de censura, persecución o silencio institucional, hoy se reconoce públicamente a exponentes del reparto y el reguetón que antes fueron marginados o criminalizados. De pronto aparecen mesas redondas, premios en Cubadisco, menciones en espacios oficiales: un reconocimiento tardío de aquello que hasta hace nada se condenaba sin matices. Es evidente que no hay un interés genuino por esa escena, solo el reflejo oportunista de arrimarse al caballo ganador que supo hacer lo que ellos no supieron —o no quisieron— hacer.

    Ese reconocimiento estatal es simbólico, no estructural: no ha cambiado la forma en que se gestiona, promueve o exporta esa música. No hay políticas concretas, solo una voluntad oportunista de asociarse al éxito cuando ya es inevitable. La tan proclamada política cultural no se traduce en estrategia; funciona como un eco tardío, reactivo y desarticulado.

    Al mismo tiempo, la fuerza no proviene solo del exilio. Dentro de Cuba también persisten los esfuerzos para sostener proyectos independientes: managers que negocian por WhatsApp, espacios de formación, productoras emergentes, promotores que organizan eventos con lo que tienen a mano. Actores que, pese a la falta de estructura legal y recursos, han empezado a trazar los contornos de posibles microindustrias.

    Aun con este panorama, hay quienes apuestan por la reforma institucional y depositan sus expectativas en informes, espacios de debate, plataformas de streaming locales o convenios con distribuidoras globales. Pero lo cierto es que, hasta ahora, esos esfuerzos no han logrado desarticular la lógica centralizada ni ofrecer un marco legal con garantías reales para artistas y gestores. Se celebran anuncios con entusiasmo, pero en la práctica terminan desvaneciéndose —como ocurrió con los acuerdos entre EGREM, Sony, D’Ritmo o Sandunga. El discurso institucional no solo llega tarde: llega a destiempo, como si hablara de un país que ya no existe.

    No hay dudas de que la música cubana está viva: se produce, circula, se escucha. Pero esa vitalidad no basta para hablar de una industria. Lo que existe hoy es un conjunto inestable de prácticas y circuitos de producción informal: dispersos, improvisados, sostenidos por la energía individual y una circulación lateral de recursos. Los artistas crean con lo que tienen, se abren paso como pueden y rara vez logran cobrar a tiempo.

    El acceso a Internet ha cambiado radicalmente la manera en que artistas y públicos se conectan, pero sigue siendo caro, inestable y limitado por apagones, bloqueos y restricciones legales. Cuba no cuenta con una pasarela de pago funcional; sin ella, tampoco hay forma directa de cobrar reproducciones, vender mercancía, monetizar audiencias o invertir en campañas. La economía creativa, en este contexto, no es más que una promesa suspendida en el aire.

    Imaginar una industria musical cubana realista no pasa por restaurar el pasado —ni el de Panart ni el de la EGREM—, sino por asumir las condiciones concretas del presente: una diáspora creativa hiperactiva, una juventud conectada a medias, una economía que no despega, un Estado sin legitimidad ni recursos, y un sector artístico que resiste desde los márgenes, sin garantías. El potencial existe: hay talento, conocimiento técnico, visión empresarial, audiencias activas y conexiones con el mercado internacional. Lo que falta es un país que los respalde con estructura, leyes y recursos.

    Para que exista una industria musical cubana sostenible, hace falta algo más que talento: se necesita un marco legal que respalde el emprendimiento cultural, una reforma del sistema de derechos de autor, conectividad estable, pasarelas de pago funcionales, alianzas público-privadas y, sobre todo, libertad creativa sin tutelaje político. Pero en el modelo actual, nada de eso se vislumbra como posibilidad real.

    El mayor obstáculo no es la falta de ideas ni de recursos, sino un Estado incapaz de soltar el control, pero también de sostener lo que pretende dirigir. Predica modernización con un lenguaje del siglo pasado. Celebra la música cubana en sus discursos, pero la ignora en la práctica: no la entiende, no la acompaña, no la cuida.

    En ese contexto, la música cubana no se detendrá: seguirá migrando, adaptándose, reinventándose. Hacia otros territorios, con nuevas plataformas, bajo lógicas ajenas al control estatal. El país sonoro —esa entidad simbólica tejida con ritmos, acentos y samples— ya no responde al mapa institucional, ni al horario de la isla, ni al presupuesto del Ministerio de Cultura.

    Cuba tuvo una industria musical: sólida, exportadora, imperfecta. Tuvo también un aparato cultural centralizado que profesionalizó a miles de artistas. Hoy no queda rastro de ninguno de las dos. Lo que sobrevive es una red dispersa y frágil: un circuito sin garantías, sostenido apenas por la insistencia de quienes se niegan a callar.

    En otros países de la región, con economías igualmente frágiles, ya se han ensayado modelos más flexibles: cooperativas, fondos públicos, alianzas con el sector privado, marcos legales ajustados a los tiempos. Ninguno ha resuelto todo, pero al menos parten de una premisa básica: sin estructura ni política cultural del siglo XXI, no hay industria que pueda sostenerse.

    En Cuba, por supuesto, esa posibilidad no se ha perdido por azar, sino por diseño. En un sistema totalitario, el florecimiento de una industria musical autónoma no solo es improbable, sino que es políticamente indeseable para la élite. La censura, la centralización, el tutelaje político y la desconfianza hacia toda iniciativa independiente no son errores de gestión: son fundamentos del sistema. 

    Habrá que reinventarla. Pero para eso, antes, debe cambiar todo.

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