Es 1991, y el fotógrafo español Juan Manuel Díaz Burgos se hospeda en el hotel Deauville de Centro Habana, a unos pocos metros del Malecón. Son los años –Período Especial– en que el Malecón como refugio alcanza su definición mejor. Sexo, amor, alcohol y brisa para olvidar el terrible manto de pobreza que se cierne sobre la ciudad. Este escenario, deja en Burgos una huella, quien promete regresar.

Cuatro año después, en 1995, Burgos comienza su serie El Malecón de La Habana, el gran sofá, tomándole el pulso a la ciudad desde uno de los mejores escenarios posibles. Korda funge anfitrión y Burgos logra ser uno más. Sus fotografías llenas de planos nos sitúan dentro, nos acercan. Burgos parece, sobre todo, formar parte de la vida de los sujetos que retrata.
En la Isla se transgrede el margen entre lo público y lo privado. Es el olor a café, el retumbar del dominó, el mojarse con un despiadado hilo agua de un balcón, el alcohol entre los socios de la esquina… Increíblemente existe ese lugar en el mapa (para unos exótico, para otros entrañable) donde no queda otra que «aclimatarse a los ruidos exultantes de una ciudad que se levanta sobre la más desembozada algarabía». Parafraseando a Padura.
Esa necesidad de hacer la calle nuestra, íntima es ya hoy algo cultural. Dicen que en los tiempos de Tacón ya se utilizaba el paseo de Isabel II para que las señoritas enseñaran sus mejores trajes. La calle no tardó mucho en crecer, unos cuantos decenios después, «la engañadora» le paralizó el aire a muchos con sus almohaditas. Y esas calles también tuvieron un aparente límite. Largo pedazo de cemento, frontera espiritual. Entonces, alguna vez pienso que ese margen entre lo público y lo privado nunca existió. Es una manera de ser en el subconsciente colectivo.
Esas mismas calles, hoy se vuelven más difíciles, pero siempre se oye a alguien tarareando una canción.
Pocas veces asisto a una poética tan sincera desde una mirada foránea. Son instantes donde luces y sombras tejen un muro desnudo. Evocan la nostalgia del encuentro, de un mar que nos maldice y a la vez nos regala la fe. Hay un punto en esta serie, donde la cámara no pide permiso y el sujeto tampoco la frena, hace como si nunca la hubiera visto. Esos son los protagonistas de Juan Manuel Díaz Burgos. «El gran sofá» es un hermoso pretexto para sentir los sonidos de una ciudad que encuentra sosiego en ese refugio. Porque el malecón es eso, metamorfosis de una historia y de su gente.
Acabo de descubrir con alegría, la existencia de la comunicación en la tierra de Cuba.
Mirando a la gente pasar y a los profesores dictando, desde las escaleras, cinco años? Ñooooooooo.