YouTube, el reparto y lo que (no) nos dicen los charts

    Una de las cosas más desorientadoras del presente es la aparente consistencia de los datos. Cuando los gráficos son precisos y las cifras se expresan con decimales, uno tiende a creer que lo que representan es verdad. Pero las métricas, como sabemos, son un arma de doble filo al servicio de la narrativa que queramos contar.

    Hace unos días, el productor y periodista Alden González publicó un post en Facebook que me dejó pensando. Comparaba el uso de bots en el ecosistema del streaming con el dopaje en el deporte profesional: todos saben que ocurre, pocos lo admiten y, mientras no se detecte, todo sigue funcionando. La analogía era buena. Pero lo más interesante no era la denuncia del fenómeno —ni siquiera su dimensión ética—, sino el modo en que lo conectaba con una observación local: la asimetría radical entre lo que muestran los charts de Spotify y los de YouTube en ciudades como Miami o Tampa.

    En YouTube, domina el reparto, ese género cubano que mezcla reguetón, timba y una intensidad rítmica hecha para espacios concretos: fiestas, autos, plazas. Ocho canciones en el Top 20 de Miami, cinco en el de Tampa. En Spotify, apenas una canción aparece en el puesto 88 del Top 100. En Tampa, ninguna.

    La distancia entre ambos rankings no es solo cuantitativa. Es, sobre todo, política: ¿qué tipo de consumo queda registrado en cada plataforma? ¿Y qué formas de escucha quedan afuera?

    Alden recordaba que YouTube Music tiene apenas un 6.8 % del mercado estadounidense del streaming de audio, frente al dominio aplastante de Spotify, con más del 90 %. Pero lo que a menudo se omite en esa comparación es que YouTube Music y YouTube, a secas, no son lo mismo. El primero es marginal. El segundo, masivo: en 2024, YouTube promedió 238 millones de usuarios mensuales en EE. UU., frente a los 65 millones de Spotify. Y si enfocamos el lente sobre comunidades latinas, la brecha se amplía aún más.

    Cuando le comenté este matiz, Alden precisó que su análisis se refería al streaming de audio: plataformas cuya arquitectura prioriza la escucha sobre la visualidad. Y fue ahí donde se delineó una grieta más compleja: la que separa el consumo mensurable del consumo efectivo, lo que se registra como dato de lo que se incorpora como práctica.

    YouTube y Spotify no solo representan modelos de negocio distintos. Representan modos distintos de estar en la música. Spotify organiza el sonido en estructuras visibles: catálogo, portada, créditos, algoritmo, playlist. Su lógica mezcla eficiencia, deseo modelado y escucha perfilada: un ecosistema reconocible, familiar. YouTube, en cambio, es más poroso, más contradictorio. Allí lo musical convive con lo visual, lo doméstico, lo improvisado. Hay música que se escucha, sí, pero también música que se mira, que se comenta, que se vuelve meme o gesto viral.

    Y aunque sus condiciones de circulación parezcan menos nobles —sin curaduría editorial, con calidad sonora variable—, la centralidad de YouTube en el ecosistema musical cubano no es un accidente: es un hecho estructural.

    Vale la pena decirlo sin rodeos: el reparto no es un fenómeno marginal. No lo es en consumo ni en economía. Tampoco en producción: es, hoy por hoy, el género cubano con mayor presencia sistemática en las plataformas digitales. Tiene más lanzamientos, más visualizaciones sostenidas, más tracción social. Lo llamativo es que esa masividad no tenga una representación equivalente en los charts de Spotify, pese a que parte importante de su consumo ocurre en móviles, en públicos jóvenes, en los mismos territorios donde Spotify presume mayor penetración.

    La hipótesis más generosa diría que Spotify no «ve» al reparto porque aún no ha sido integrado a su circuito editorial: no entra en playlists, no recibe promoción, no forma parte del relato curatorial. Pero hay otra posibilidad, menos elegante: que su ausencia responda a filtros más profundos —algoritmos entrenados en patrones de escucha anglosajones, modelos de recomendación que priorizan una idea domesticada de lo latino, políticas internas que evitan visibilizar contenidos explícitos o callejeros.

    Sea como sea, el resultado es el mismo: una música omnipresente queda subrepresentada en el espacio que, paradójicamente, pretende mapear «lo que suena». Todo esto nos devuelve a una pregunta mayor: ¿qué significa «éxito» en la era del streaming? ¿Quién define qué géneros son relevantes? ¿Qué formas de escucha merecen ser reconocidas, y cuáles quedan relegadas al margen?

    No se trata de romantizar el underground ni de canonizar un género por ser popular. El reparto tiene tensiones, límites estéticos, contradicciones propias. Pero su impacto es tangible, medible, continuo. Negarlo sería falsear la realidad.

    La pregunta, entonces, no es si esa música es «buena» o «mala», ni siquiera si es «culturalmente valiosa». La pregunta es: ¿por qué ciertas formas de éxito son visibles y otras no? ¿Por qué algunas plataformas filtran mejor que otras los fenómenos que no se ajustan a sus códigos? ¿Y qué se pierde en ese proceso de depuración?

    Alden cerraba su post preguntando si nos atrevíamos a sacar conclusiones. No sé si tengo una. Pero sé que algo se descompone cuando una misma ciudad muestra dos charts tan distintos. En ese desfase hay algo más que una cuestión técnica: hay una disputa por cómo se construye el presente musical. Una disputa por lo que se considera válido, por lo que se vuelve legible, por lo que se traduce al lenguaje de la industria. Y por lo que queda fuera, incluso cuando ya es masivo.

    Quizás no haga falta forzar un diagnóstico. A veces basta con mirar el síntoma: una canción de reparto que no entra en Spotify pero suena en todas partes; un artista sin playlist oficial que acumula millones de views en una semana; un género que, sin respaldo institucional, define la banda sonora de una generación. Eso también es éxito. Aunque no figure en el chart.

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    1 COMENTARIO

    1. No suelo escuchar mucho reparto en mi Spotify. Aun así, hoy 18 de abril, en la primera plana de mi sección «Release Radar» se me apareció el «Quieres ser mi pocha?» de Axere y Wampi. Temazo.

      ¿Del underground al mainstream? Sí, muy poco a poco, como todo en Cuba, pero el reparto se va «industrializando». Los cánones parecen mutar y, por fortuna, la percepción de lo «marginal» se desplaza, no sin algunas concesiones inevitables, pero eso es ya tema para otra muela.

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