Hace unos días, a Yednay Pupo García le pidieron que sonriera frente a la cámara. Tiene 19 años, el cabello teñido de rojo, mide poco más de 1.50 metros y pesa unas 80 libras cuando a su edad debería pesar al menos 100. «No puedo sonreír ni fingiendo», respondió. Había llegado a su casa en el municipio habanero de San Miguel del Padrón después de una larga y siempre agotadora jornada de hemodiálisis. Pinchazos, mareos, vómitos, presión baja, decaimiento, mientras una máquina conectada a su cuerpo hacía el trabajo que ya no hacen sus riñones, o sea, eliminar los desechos y el exceso de líquido en su sangre.
Por eso si se le pide que sonría a la cámara no dirá que no quiere, sino que no puede. Llegó cansada del Hospital Clínico Quirúrgico Miguel Enríquez; un cansancio al que se le suman 18 horas de apagón desde la noche anterior, el llanto de los bebés del barrio rompiendo el silencio de la madrugada, una nube de mosquitos insoportables y el refrigerador casi vacío. Yednay Pupo está agotada, un agotamiento de años, un cansancio mayor que ella misma. «Necesito salir de este país», ha dicho. «Yo no quiero resignarme a sobrevivir. Yo quiero vivir».


Hace poco me escribió vía Messenger un mensaje escueto que se resume en esta frase: «Necesito que me ayudes». Había visto mi artículo en el diario El País sobre Ayamey Valdés, una joven de su misma edad, atendida en su mismo hospital, paciente con insuficiencia renal crónica como ella, a cuya madre los doctores le aconsejaron marcharse de Cuba y buscar un tratamiento afuera ante la falta no solo de insumos médicos, sino de especialistas que puedan hacer trasplantes. Aunque las autoridades cubanas afirman que para 2019 el país era el segundo con más trasplantes de riñón en Latinoamérica, con una tasa de donación de órganos de 13.7 por millón de habitantes, la pandemia de coronavirus llegó a poner en pausa este tipo de procedimientos. Pacientes y médicos aseguran que el programa de trasplantes renales en Cuba está suspendido desde 2020, aunque la versión oficial niega que esto sea verdad.
Así que cuando me escribió, le dije: «¿En qué crees que yo te pueda ayudar?». Me había involucrado en la campaña de recaudación de fondos para contribuir al viaje de Ayamey, pero quería ser sincera con Yednay. No podía hacer más que contar su historia. Y eso era, básicamente, lo que ella buscaba. Cuando vio que Ayamey había llegado a Brasil y comenzado un tratamiento que podría conducirla en algún momento al trasplante, Yednay y otros pacientes del hospital se animaron a hacer lo mismo.
«Decidí que tal vez podría pasar algo conmigo», asegura la joven. «Me dio mucha alegría por Ayamey; ella ha vivido cosas muy duras, como todos, pero ver que al menos ya está en un lugar mejor, que la van a tratar como se merece, es algo, ¿entiendes? Si otros lo lograron, ¿qué impide que yo lo logre también?».
Entonces Yednay echó a andar una campaña de GoFundme con la ayuda de una amiga en el exterior. Tiene como meta la suma de 15 mil dólares, pero hasta ahora solo ha conseguido unos ocho mil 400 dólares, un monto que no es suficiente para costear su pasaje y el de su madre —principal cuidadora— y cubrir los primeros gastos en alojamiento, comida y otras necesidades una vez se instale en Brasil, el destino que tiene en mente.
«Allá la medicina es gratis y la atención es buena. He hablado con Ayamey, y está bien, está mejor que aquí», dice Yednay. El país sudamericano se ha convertido en el destino no solo de muchos pacientes cubanos, sino de muchos de los que, simplemente, han querido irse de Cuba tras el cierre total de la frontera norte de México y las pocas garantías con que viven los migrantes llegados en los últimos años a Estados Unidos. Según DataMigra y el Observatorio Internacional de las Migraciones, hasta noviembre de 2024, más de 19 mil 700 cubanos habían arribado a Brasil, un número que excede claramente los 13 mil 100 que arribaron en todo 2023.
«¿Quién, con 19 años, quiere pasar el resto de su vida conectada a una máquina para sobrevivir?»
Yednay tenía 16 años el día en que visitó la casa de su mejor amiga y sintió ganas de vomitar. De regreso a la suya, vomitó por todo el camino. Luego siguió vomitando. Al día siguiente tenía su cuerpo hinchado. Hasta ese momento no sabía que la vida iba a ser tan dura. Vinieron diagnósticos erróneos de dengue, ultrasonidos, análisis, terapias intensivas por su hemoglobina en cuatro… y, lo más sospechoso, Yednay dejó de orinar. Si algo tiene la enfermedad renal es que olvidas, poco a poco, cómo eran algunas de las cosas más simples de vivir. Por ejemplo, hace dos años y tres meses Yednay olvidó lo que es orinar, como olvidó lo que es tomar mucha agua. «Nadie se imagina lo que es tener sed, y más con el calor que está haciendo, y no poder tomarte una jarra entera de agua fría», dice.
Yednay olvidó cómo eran los días normales y los planes con las amigas. En mañanas alternas se levanta, desayuna, prepara una bolsa con todo lo que tiene que conseguir ella misma para acudir a su tratamiento de hemodiálisis —esparadrapo, alcohol, pastillas, hasta sábanas— y se dirige al hospital. Si en el clínico hay agua y los insumos necesarios, se realiza la hemodiálisis. Pero hace poco estuvo de martes a sábado esperando por el tratamiento debido a la falta de agua.


Yednay olvidó también el sabor de la malta, prohibida por los médicos, y lo que es comer espaguetis o una sopa con fideos, alimentos a base de harina, que tanto daño le hace. Olvidó cómo era vivir sin dolores, y ha tenido que aguantar hasta cinco catéteres durante los procedimientos. Tuvo que olvidarse de caminar largas distancias: si avanza diez metros, tiene que detenerse, respirar, y solo así podrá avanzar diez metros más.
Su organismo está muy desmejorado y tiene una lista incontable de padecimientos derivados de la enfermedad: ha perdido fuerza y masa muscular, adelgaza por mes, padece sinovitis de cadera, hipertensión ocular, hipertensión pulmonar, un soplo cardíaco, gastritis crónica, tiene el hierro y la hemoglobina demasiado bajos. Vive a base de vitaminas, Rocaltrol, bicarbonato de calcio, metildopa, atenolol, hidralazina, fumarato ferroso. Un día los tiene todos, otros días no. «Lamentablemente, en muchas ocasiones no puedo acceder a estos medicamentos porque simplemente no existen en las farmacias cubanas», dice.
Desde que dejó de ser considerada menor de edad, las probabilidades de un trasplante o de acceder a medicamentos son mucho menores. Aun con escasos recursos, se prioriza a los niños que se atienden en el Hospital Pediátrico de Centro Habana. En el Hospital Clínico Quirúrgico Miguel Enríquez de La Habana, el panorama es más desolador. «Las carencias allí son constantes: no hay insumos, no hay medicamentos, y lo más alarmante es que los filtros de las máquinas de hemodiálisis no se cambian con la frecuencia requerida. He llegado a pasar hasta 15 días con el mismo filtro, lo cual no solo es inhumano, sino que eleva drásticamente el riesgo de contraer enfermedades como la hepatitis».
Pero el miedo más grande de Yednay contiene y supera todo lo anterior. «Temo que toda mi vida se resuma en lo que he vivido», dice. «Yo quiero estudiar algo, viajar, conocer personas, lugares… O simplemente no depender del hospital; si quiero quedarme en mi casa a dormir, hacerlo y ya».
Hace poco, se levantó de madrugada y sintió a su mamá llorando. Yednay sospecha que su madre, quizá, ha comenzado a aceptar esa posibilidad. «Mi mamá no se acostumbra. En su mente cree que, pase lo que pase, yo voy a durar para siempre», dice. «Pero ya yo acepté que, si no me trasplanto, probablemente vaya a morir».
Yednay, que ha olvidado mucho de cómo era la vida antes de la insuficiencia renal, no ha olvidado que le gusta el baile, el cine y la música. Tampoco sus deseos de ser abogada, arquitecta o doctora. Va a empujar, va a luchar hasta que pueda por el trasplante. Porque lo que no sale de su cabeza es esa pregunta que se hace cada día, cuando amanece y cuando se va a la cama: «¿Quién, con 19 años, quiere pasar el resto de su vida conectada a una máquina para sobrevivir?».