Ruber Osoria investiga el alarido sobre el que se erige la fiesta. El horror cotidiano, invisible, de los cerdos en Cuba.
El objeto de su interés aparece formulado en estos términos: «Prácticas que entrelazan la belleza de lo ancestral con la crueldad hacia los seres más vulnerables: los animales».
«La tradición dice que el sacrificio del cerdo trae buena suerte y prosperidad», leemos en el statement artístico del fotógrafo, asentado desde hace años en Chile. «Asar un cerdo es un vínculo ancestral con la tierra y la comunidad. Es el sabor de la memoria, la promesa de abundancia. Pero, ¿a qué costo?».
Se nos presenta una apelación ética que coloca aparentemente la cuestión en el territorio del veganismo.
Sospechamos que todo parte de un reconocimiento, de un breve instante especular en que el ojo humano se mira en el ojo de la bestia indefensa.
«Los ojos de esos cerdos reflejan el miedo y la confusión». Ruber Osoria —natural de una localidad rural del oriente de la isla— repara en ese terror anónimo que funda el momento colectivo de la fiesta navideña o de fin de año en Cuba.
En rigor, el fotógrafo solo tiene preguntas: «¿Qué significa proteger nuestras tradiciones sin causar daño innecesario? ¿Cómo reconciliamos la celebración con la compasión?».
Hay una convicción, ingenua, si se quiere, cuyo reverso es la hermosa crudeza estas imágenes: «Es hora de cuestionar nuestras prácticas culturales y encontrar un equilibrio».
¿Sería entonces razonable ponerlo así?: alimentarnos provocando el menor sufrimiento posible (incluidas aquí las prácticas ganaderas de cría y reproducción) a esos otros seres también sensibles.
La insistencia en estas preguntas refleja la dificultad que implica salir del laberinto fundamental de la costumbre y la necesidad: «¿Podemos honrar nuestras raíces sin perpetuar el sufrimiento?».
(Fotografías autorizadas por Ruber Osoria).